«La violencia que se vive en las calles de la ciudad de Caracas fluye por todos los intersticios de su entramado social», explica Nelson Garrido, fotógrafo venezolano, premio Nacional de Artes Plásticas, que aborda desde hace años la violencia como fenómeno de orden estético y social. «Se trata de una violencia capilar que regularmente pretende ocultarse a través de los pliegues cosmopolitas de una pretendida utopía de ciudad moderna. En Venezuela, particularmente en la ciudad de Caracas, vivimos ahogados por múltiples formas de violencia: violencia política, violencia de género, violencia intrafamiliar, violencia social, violencia económica. Y estas manifestaciones de la violencia rigen y condicionan nuestras vidas. Nosotros como sociedad no podemos seguir apelando a esconder y ocultar esta situación. Su ocultamiento no es sino una forma depurada y cínica que utiliza la propia violencia, sea cual sea y venga de donde venga, para continuar con sus prácticas de aniquilamiento de los modos de convivencia».
La violencia en América Latina en la actualidad se identifica como un fenómeno esencialmente urbano, asociado a las grandes ciudades. Desde hace aproximadamente dos décadas, en el caso particular de la ciudad de Caracas, la tasa de homicidios comenzó a generar señales de alarma. Y en los últimos diez años su incremento ha resultado notable.
En el año 2008 fueron registrados 14.467 homicidios en toda Venezuela, según el Informe anual sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela, publicado por el Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea). Por contraste, en los últimos diez años, la tasa de homicidios en otras ciudades latinoamericanas tradicionalmente asociadas a la violencia -São Paulo, Río de Janeiro, Medellín y Bogotá- ha disminuido considerablemente. Hoy en día la capital de Colombia posee una tasa seis veces inferior a la de Caracas, que pasó de 63 homicidios por 100.000 habitantes en 1998 a 127 en 2008.
«Hace unos años Venezuela no aparecía en los anales de violencia y hoy en día es, junto con El Salvador, uno de los dos países más violentos de América Latina», señala el director del Observatorio Venezolano de Violencia, Roberto Briceño León. «Más que Colombia y mucho más que Brasil y México, naciones con las cuales solíamos compararnos en estas contabilidades. Caracas es, con creces, la capital más violenta de América Latina».
A pesar de la contundencia de estas cifras sobre inseguridad y violencia en Venezuela, se trata de proyecciones moderadas y conservadoras. No incluyen los casos etiquetados como resistencia a la autoridad y muertes a determinar. Lo que significa que, en la realidad, las cifras sobre homicidios pueden ser superiores a las que actualmente se muestran, tal como advierte Provea.
Las estadísticas no hacen sino confirmar el estado de excepción permanente que coloca al país y a Caracas -su principal ciudad- bajo la sombra de un sentimiento de inseguridad y miedo generalizado. En septiembre de 2009, el 57% de los venezolanos consideraba la inseguridad como el principal problema del país, por encima de la escalada inflacionaria, la diatriba política, el desempleo y la escasez de vivienda.
Pero, más allá de las cifras, los estudios y las estadísticas comparativas, estos números representan una tragedia colectiva. Así lo expresó Roberto Briceño León: «Una gran tragedia para la sociedad, para las familias. Porque si en el año 2009 nosotros hablamos de 16.000 homicidios, bajo las cifras más conservadoras, entonces son 16.000 familias en el país enlutadas. Además, hay más de 180.000 personas que han sido heridas, que no han muerto, pero igualmente padecen y son víctimas de la violencia. Entonces yo no tengo duda en calificar esto como una gran tragedia, un drama que vive la sociedad venezolana».
Carlos Rojas tenía 19 años y era mototaxista. Vivía con su madre en un sector conocido como La Dolorita de Petare, que forma parte de la extensión de barrios (así se conoce en Venezuela a las favelas) más grande de Caracas y la segunda de América Latina, con más de un millón de habitantes. Era un «chamo sano», un muchacho que no se metía en líos ni andaba por la mala vida. El 27 de septiembre de 2008, un malandro (delincuente) lo asesinó a tiros, en hora punta y enfrente de un módulo policial. Según parece, el asesino estaba celoso porque Carlos tenía una cliente fija con la que presumía que flirteaba. Por eso lo mató. Carlos tenía un hijo, y su novia, Karen, de 18 años, estaba embarazada del segundo cuando Carlos fue asesinado.
El caso, por el hecho de que Carlos fuera un muchacho «sano» y por haberse producido el asesinato frente al módulo policial, causó una pequeña revuelta en el barrio. Los vecinos quemaron el módulo policial y, en varios días de protestas, exigieron que compareciera el ministro. Finalmente acudió un portavoz oficial, que prometió más seguridad.
Pero eso no devolvió su hijo a Teresa Osorio, de 48 años. «Sólo me queda un hijo», explicaba días después del asesinato. «Yo ya tengo dos hijos muertos. Hace 14 años me mataron a mi hijo mayor, me lo mataron para robarle unos zapatos. No creo en la justicia, pero estoy haciendo lo posible para que ese tipo pague. Porque con mi hijo mayor no se hizo justicia. Detuvieron al asesino, pero al poco tiempo salió por falta de pruebas. Eso se olvida, eso es pura política, eso no sirve. Olvídate. Es horrible vivir lo mismo. Lo mismo o peor, porque ni sé por qué lo mataron. Tener dos hijos muertos es fuerte. Pero aquí hay mucha gente que tiene dos y tres hijos muertos».
La trama de la violencia desdibuja todas aquellas visiones que hacen de la sociedad venezolana un paisaje bucólico de postal turística, una tierra de gracia y de riquezas petrolíferas. La tragedia venezolana puede consistir en haber creído a ciegas durante muchos años que nunca hubo tragedia.
«No podemos hablar de causas de la violencia. Hay que hablar de circunstancias, de factores, de tendencias que confluyen, que se juntan y que permiten comprender un fenómeno determinado». Así se expresa Alejandro Moreno, sacerdote salesiano, quien dirige el Centro de Investigaciones Populares (CIP), equipo de trabajo que se ha dedicado a estudiar en los últimos años al delincuente violento de origen popular a través de la interpretación y análisis de sus vidas.
Para Moreno, interpretar la violencia que acontece en los sectores populares representa una forma de estudiar la realidad que se erige a su alrededor y que constituye su propia experiencia: «Yo vivo la violencia cotidianamente, a mí me han pasado tiros por la frente quemándome el pelo. Por una casualidad, hoy te lo puedo contar. Bueno, yo creo en Dios, de manera que estoy vivo no sólo por una casualidad. La violencia es lo que yo vivo cotidianamente, he visto morir a más de cincuenta muchachos en el barrio donde resido. Yo estudio la violencia que vivo cotidianamente».
Señala que ni la pobreza ni las condiciones de vida de los sectores populares son explicaciones de la aparición de la violencia delincuencial. Para él, ésta es una creencia anclada en gran parte de la opinión pública y debe ser desmitificada. «Quienes creyendo que para condenar radicalmente la pobreza es eficaz relacionarla con la violencia, a quien condenan en realidad es al pobre», dice. «La pobreza tiene que ser condenada y eliminada, pero por otras razones más reales, profundas y sólidas, no sólo por miedo».
Las que sí considera circunstancias fundamentales para explicar los niveles de violencia que vive la sociedad venezolana son, por una parte, la abundancia de armas en la calle y la facilidad para adquirirlas y, por otra, la debilidad del Estado para ejercer el control y el orden de las cosas. «No habrá salida a esta situación», dice, «si se mantiene el orden actual de las cosas. Habrá solamente paliativos. La violencia será un flagelo que irá aumentando y poniendo en riesgo la vida de los ciudadanos. Quiero decir que esta situación va a crecer si no cambian las circunstancias en las cuales nos encontramos. No me refiero a la pobreza, sino a la presencia de armas en la calle, a la disolución y al debilitamiento de las instituciones del Estado, al abandono de las comunidades a sí mismas, al sometimiento de las comunidades a la acción de cualquier forma de violencia».
La presencia y proliferación de armas de fuego es un factor directamente relacionado al número de homicidios que ocurren en el país. Entre 1999 y 2006, el 86% de los homicidios registrados en la ciudad de Caracas se produjeron con armas de fuego. Según cifras que maneja la Comisión de Seguridad y Defensa de la Asamblea Nacional, en Venezuela (unos 27 millones de habitantes) hay actualmente 12 millones de armas, entre legales e ilegales, en manos de los civiles.
Para Ibrahim, educador y promotor comunitario de una barriada popular caraqueña, las armas son un elemento vital para el delincuente. «La élite del malandro necesita y requiere las armas», explica. «Su poder depende de las armas y de los negocios ilícitos. El malandro a través de las armas consigue defenderse, atacar y mantener el poder en el barrio. En el barrio todos saben de armas. Para tener un arma, lo que hay que tener es dinero o voluntad para tenerlo. Andar en la jugada del malandreo o conocer la jugada. El malandro ejerce el poder en el barrio. Es el dueño del barrio».
Lo confirma el testimonio de Héctor Blanco recogido por la investigadora Mirla Pérez, del Centro de Investigaciones Populares: «Todo empezó porque también me sometían. Yo veía a las personas así, a los malandros, que los respetaban. A todos los respetaban. A mí esos chamitos me querían estar sometiendo, y me cansé. Me compré una pistola. A partir de ahí, me dieron una cachetada y le di cuatro tiros al chamo. Y a raíz de eso empecé a cometer bastantes homicidios». El equipo del Centro de Investigaciones Populares concluye: «Esa facilidad para conseguir un arma mortal es componente fundamental de la nueva forma de violencia de los más jóvenes. Un adolescente descontrolado con un arma es una máquina de matar».
En los últimos diez años, Venezuela ha contado con más de diez ministros del Poder Popular para las Relaciones del Interior y Justicia (ministerio encargado de la seguridad ciudadana). Los cambios de ministros regularmente implican sustituciones en los mandos medios y en el tren de directores.
La acción del Estado se ha caracterizado por la implementación de operativos coyunturales que, por su naturaleza, no mantienen una continuidad en el tiempo y resultan acciones de bajo impacto ante la proporción de la situación de la seguridad ciudadana, según Provea.
El propio presidente de la República, Hugo Chávez, manifestó durante la presentación anual de la memoria y cuenta 2009, ante la Asamblea Nacional, que los avances en el combate del crimen y la violencia han sido «modestos» y no dudó en destacar que la naturaleza del problema era de orden político: «Se ha convertido el crimen, la inseguridad, la violencia en uno de los más grandes enemigos de la Revolución Bolivariana, y no tengo dudas de que ese crimen y muchas de esas bandas criminales son preparadas, financiadas y apoyadas por la burguesía contrarrevolucionaria y nuestros enemigos internacionales, el imperio yanqui y sus lacayos». Paralelamente, Chávez anunció la puesta en marcha del Plan Integral de Prevención y Seguridad Ciudadana, orientado a estructurar una política de largo alcance que permita atender la seguridad ciudadana a través de siete ámbitos distintos de acción.
No obstante, estas nuevas acciones emprendidas por el Estado venezolano, que aparecen en escena después de muchos ensayos fallidos, pero que apuntan y se enmarcan en un claro esfuerzo por generar una transformación profunda e integral del aparato policial, judicial y penitenciario, no logran convencer plenamente a muchos especialistas. Roberto Briceño León mantiene una perspectiva crítica frente a las políticas oficiales en materia de seguridad. Señala que se han caracterizado por una ambigüedad en el mensaje y una discontinuidad en su implementación. «El incremento de la violencia en Venezuela», dice, «tiene que ver con la crisis institucional, el quiebro del tejido social. Consideramos que este es un quiebro que se ha dado fundamentalmente por la propia actuación del Gobierno. El Gobierno dice que el origen del delito es la pobreza. Pero también señala que ha disminuido la pobreza en el país. Entonces, la consecuencia lógica sería una disminución de los homicidios, y no ha sido así, sino todo lo contrario».
Sin embargo, apunta que la evidencia histórica y las experiencias comparadas indican que esta situación no es irreversible. «Hay razones para dejar de ser escéptico cuando hay voluntad política, una respuesta firme y clara, una decisión de fortalecer la norma y fortalecer a la sociedad, una voluntad de cooperar entre todos los actores de la sociedad y darle continuidad a las políticas públicas con independencia de las ideologías políticas», sostiene. «Esto lo encontramos en Bogotá. Durante más de una década existió una voluntad de controlar la violencia y mejorar las condiciones de la ciudad; allí se generó continuidad, y el acuerdo de la sociedad fue unánime. ¿Son Bogotá y Medellín un paraíso? No, siguen teniendo una tasa muy alta de homicidios. Pero ellos lograron controlarla».
Las imágenes de la violencia en Caracas testimonian su tragedia. A diferencia de las cifras, éstas no pretenden demostrar nada, tienen la virtud de mostrar. Representan fragmentos de la memoria transitando por su habitual batalla contra el olvido. Logran contener en un instante las fuerzas silentes del dolor, la rabia y el sufrimiento que produce la acción violenta. Nos dicen que hay rostros detrás de cada una de las cifras que dan cuenta de la violencia interpersonal.
Las imágenes que acompañan este reportaje, captadas por la lente de la fotógrafa Lurdes R. Basolí en su paso por Caracas, nos muestran las expresiones y sentimientos de esa humanidad prisionera por las fuerzas irracionales de la violencia con todas sus trágicas connotaciones. Pretenden expresar lo inexpresable, allí radica su dignidad y sensibilidad.
Estas imágenes muestran los rostros escépticos de una ciudadanía desmembrada por la autopsia de su cuerpo social inerte, que yace herido sobre el suelo víctima de la injusticia y la impunidad.
«Todos vamos a morir de tanto silencio», gritaba Mauro en la morgue de Caracas, desgarrado por la pérdida de uno de sus sobrinos a manos del hampa. Claro está, el peor flagelo de la violencia es el silencio y el olvido, así como sus correlatos la injusticia y la impunidad.
Para las autoridades gubernamentales, sin embargo, parte del problema es la amplia cobertura y divulgación de las cifras e historias de la violencia en los medios de comunicación nacionales e internacionales. En mayo de 2009, el entonces viceministro del Poder Popular para Relaciones Interiores y Justicia, Tarek El Aissami (actual ministro de esa cartera), declaró a la Agencia Bolivariana de Noticias: «Aunque estamos reduciendo el índice de criminalidad y, con ello, el número de delitos, los medios, de forma irresponsable, han colocado en la opinión pública una sensación de que estamos prácticamente a la suerte del hampa y la delincuencia».
Una sensación de inseguridad que se alimenta de cifras que no pueden ser verificadas, de alambradas de púas, rejas, alarmas, carros blindados, horarios restringidos, garitas de vigilancia, plazas vacías, más rejas, más historias, más cifras, más muertes. Caracas es una ciudad archipiélago, discontinua. Una ciudad fracturada por duros y vertiginosos contrastes; una ciudad segmentada por límites imaginarios que secuestran la experiencia de su paisaje.
Caracas vive una guerra en la cual todos pierden. Nadie gana. Nadie gana nada en una guerra que consume cada año miles de víctimas. Caracas vive una guerra que no tiene nombre. Se trata de una guerra silente que muchas veces no se puede ver porque el encierro, producto del temor, permite a sus habitantes quedarse ciegos de tanto mirar en la oscuridad. (Gerardo Zavarce, El País Semanal, 18.04.10)