Por Luis Pedro España
Las protestas son el pan de cada día. Las principales ciudades son escenarios de trancas de calles, manifestaciones frente a organismos públicos o internacionales.
Cualquiera que se asome al contenido de las protestas podrá dividirlas en dos tipos. Las primeras y más frecuentes están relacionadas con temas reivindicativos, que cubren un amplísimo espectro y van desde las laborales pasando por las que se originan por los problemas de viviendas, servicios o las promesas incumplidas en diversos temas.
El segundo tipo de protestas son políticas. Se refieren a la criminalización de los movimientos de oposición sean ellos sindicales, universitarios, vinculados a los medios de comunicación, políticos o los que tuvieron que ver con la resolución judicial de lo que fue la crisis 2002-2003.
Estas últimas son producto de un Gobierno que sencillamente se ha negado a hablarle a la mitad del país. Resulta inconcebible que para las instancias y organizaciones del país que han sido declaradas como enemigas (aun cuando el nuevo discurso oficial quiera dar la impresión de lo contrario), la única forma de lograr la mirada del Estado es recurriendo a huelgas de hambre, la solicitud de intervención de tribunales internacionales o simplemente llamar la atención del mundo por medio de algún medio, entre original y estrafalario, y todo ello porque para las instituciones del Estado ese otro país no existe.
Pero lo que en un caso es sordera y negación de una realidad plural expresada en diversas opiniones, espacios e instituciones sociales que no están dispuestos a formar parte de un corifeo gobiernero, en el otro lado, en las protestas, lo que se evidencia es la más absoluta incompetencia de una administración agobiada por problemas que no puede resolver.
El pedazo de país que, al menos por razones electorales, le interesa al Gobierno, también le protesta, y mucho. Al principio, y con más fuerza después de superada la crisis política de 2002-2003 y bajo el impulso de las misiones, se crearon un conjunto de instancias de representación de intereses locales que se pretendían como la correa de transmisión entre las comunidades y las burocracias gubernamentales. Las mesas técnicas, que comenzaron siendo de agua y tierras y terminaron siendo de toda cosa, se pretendían como instancias institucionalizadas para canalizar las demandas al Estado, sin recurrir a las protestas.
Mesas de ambiente, comunicación, vialidad, saneamiento ambiental y muchas otras de diferentes tópicos han sucumbido a la ineficiencia del Estado y, lo que se pretendía como un medio para canalizar demandas, terminan en airadas protestas de gente cansada de tramitar y levantar actas, oficios y compromisos de empleados públicos que a la postre no cumplen. Lo mismo ha pasado con los novísimos consejos comunales. Estas organizaciones (que tanto preocupan a un pedazo de la oposición que no entiende que la organización de las zonas populares es imprescindible para resolver problemas, y a un oficialismo que politiza y trata de convertir en arma política algo que debería ser sólo para resolver problemas), poco a poco van pasando de intentos de apéndices partidistas a semillas de la protesta producto de la incompetencia.
La protesta abierta y desnuda es, en todos los casos, la prueba de la falta de institucionalidad y eficiencia gubernamental. Pero en nuestro caso también es parte del perfil político intolerante del Gobierno. Si ambas se juntan, está claro que el movimiento de cambio será incontenible, aunque el barril de petróleo llegue al precio que el conflicto árabe lo termine llevando.