A Miguel, un estudiante de séptimo grado del Colegio Pablo VI de Fe y Alegría, ubicado en el barrio Buen Retiro de San Félix, lo mataron un domingo en horas de la tarde. Miguel era hijo de un inmigrante guyanés que vendía helados y los fines de semana solía acompañar a su papá.
Pero ese día llegó un azote de barrio y lo atracó. Su padre entregó la plata, pero el azote dijo: «eso es muy poquito» y lo apuntó con una pistola. A Miguel, de 12 años, se le ocurrió defenderlo, le dio una patada y ahí mismo le pegaron un tiro. «Yo he ido a muchos entierros en mi vida», afirma Luisa Pernalete, una educadora que ha dedicado toda su vida a la organización Fe y Alegría, «pero no recuerdo uno más sentido que el de Miguel. Al día siguiente hicimos una actividad en la escuela, pero nadie podía hablar, todos lloraban. Era la primera vez que eso pasaba en la escuela».
Eso ocurrió en 2006. Al año siguiente, a una niña de otra escuela de Fe y Alegría la secuestraron y dos semanas después encontraron su osamenta totalmente quemada. Al esposo de una maestra le dispararon 15 tiros para despojarlo de su vehículo. Fue un año funesto.
La lucha contra la violencia dentro y fuera de las escuelas, daba señales de agotamiento, de ineficacia. Luisa Pernalete comenzó a escribir una guía dirigida a las madres, porque son las primeras señaladas como culpables.
«Al principio fueron 40 páginas, luego 60 y terminé escribiendo un libro -Conversaciones sobre la Violencia y la Paz-, que se publicó en 2010». Pero esas madres, a su vez, fueron víctimas de la violencia: ¿cómo superar las heridas?; ¿cómo integrarlas a la escuela? y, finalmente, ¿cómo hacer ciudadanía?
¿Cuáles fueron los primeros síntomas de que la violencia había llegado a las escuelas?
Cada vez más, en las reuniones de directores, en lugar de hablar de la lectura, de la matemática, de temas docentes y académicos, se referían casos de homicidios en las adyacencias de una escuela, a la aparición de una pistola en las aulas. A pesar del trabajo que hacíamos por los valores, me preguntaba qué nos está pasando. Salí de la dirección zonal para trabajar en esto a tiempo completo.
Uno advierte que lo que una vez nos sorprendió se convierte en rutina. La violencia es una especie de enfermedad autoinmune, ¿tenemos que convivir con ella?
En Maracaibo trabajé dos años como voluntaria en la República de los Muchachos, una organización de niños en situación de calle. De esa experiencia y en el sentido cristiano de la palabra me quedó un ahijado: casi hijo, yo lo ahíjo. El no quería ser un huelepega, y salir de ese submundo. Ese muchacho se convirtió en un hombre, tiene sus propios hijos que son como mis nietos. Se salvó, así como se salvaron otros. Para mí fue un indicador de que esos niños se pueden recuperar.
Otra experiencia, que resultó determinante, fue visitar las escuelas no criollizadas del Alto Caura y del Amazonas, eso es como otro mundo, absolutamente pacíficas. ¿Por qué no podemos ser así? Me convencí de que los niños no nacen violentos, sino que aprenden a ser violentos. Me pregunté, ¿por qué nos habíamos vuelto así?, y decidí buscar una respuesta.
¿A qué atribuye el aumento de la violencia en las escuelas de los barrios? ¿Qué ocurrió para que en 25 años la situación se volviera irreconocible?
Lo diría en gerundio: ¿Qué fue pasando? Una acumulación de problemas no resueltos. La pobreza extrema genera mucha violencia.
Un muchacho, por ejemplo, puede seguir día a día lo que ocurre en la Copa América, pero ese mismo muchacho, quizás, no puede darse el lujo de pagar una entrada para ir al estadio de Cachamay, entre otras cosas, porque nunca ha salido del barrio Buen Retiro de San Félix.
Eso lo da la televisión. Aunque viva en un barrio marginal tiene un anclaje con el resto del mundo, con la cultura, y eso genera muchas expectativas, pero no da las oportunidades de hacerlas. La violencia es como un pulpo de muchos tentáculos, no hay una causa, hay una multiplicidad de causas.
Sin pretender seguir un orden jerárquico o científico, ¿cuáles otras podría señalar?
Las madres trabajan todos los días, regresan a sus casas al final de la tarde o en la noche. La niña o el niño interpretan eso como un acto de desamor. Es algo muy contradictorio, porque la madre sale a trabajar para darles de comer a sus hijos, ¿verdad? pero no tiene la capacidad para explicarles que no los está abandonando. Pero eso se puede revertir y lo estamos haciendo. Hay unas historias que jamás llegue a pensar que existían en este país.
¿Podría referir algunas?
No voy a mencionar nombres por respeto a esas personas. Ni lugares, porque corresponden a mi trabajo en El Vigía, en Barquisimeto y en varias localidades de San Félix. A través de experiencias dirigidas a recuperar vidas de dolor, pero igualmente vidas de esperanza y de paz, por medio de los sentidos, le preguntamos a varias alumnas: «¿Podrías recordar un olor doloroso?», una de ellas dijo: «No puedo oler la sábila». Era una mujer de 30 años, a la que su padre, en su niñez, la acusó de haberle robado un dinero, pasó toda la noche pegándole y su madre le ponía sábila en las heridas para curarla. Hay mucho maltrato en esas historias.
«Mi mamá encendía un cigarrillo y hasta que no se apagaba no dejaba de pegarnos», ¿se imagina?, pero una de esas mismas mujeres dijo: «es verdad, son historias terribles, pero nosotras podemos ser como la flor de loto, que a veces prenden en un pantano». Es decir, toman conciencia y no quieren repetir el maltrato infantil o el abuso sexual. Se ha desdibujado lo que es bueno, lo que es malo, las normas éticas, las de convivencia, y terminamos en una espiral de violencia.
¿Por qué asociarse con las madres para disipar la violencia?
¿Por qué cree que una víctima de la violencia puede dejar de serlo?
Porque la madre es la persona que más influye en tu vida. Pero esta mesa es de tres patas: las madres o padres, las maestras y los niños y adolescentes. ¿Por qué con las madres? Porque todo el mundo las señala, les echan la culpa, pero nadie les tiende la mano. Yo me propuse hacer este trabajo por las olvidadas, ¡por las mamás! Cuando una madre hace conciencia a través de sus sentidos. Es decir, cuando se pregunta: ¿qué comí, qué sentí, qué olí, qué vi o qué escuché que me dejó una herida?, empieza recuperar su historia, tanto de desdichas como de alegrías, porque es en la primera infancia que un ser humano lo absorbe todo.
Si esas heridas no se cierran, quedan abiertas. Pero si se tiene la oportunidad de hacer consciencia, mediante esos ejercicios sensoriales, usted tiene dos opciones, o toma venganza o cambia esa historia de violencia.
¿Hay una guía para escribir una historia diferente?
Sí, sí la hay. Y una es la posibilidad de tomar conciencia de tus experiencias, negativas o positivas, mediante ejercicios sensoriales, ¿por qué sensoriales?, porque un ser humano es único y absorbe todo de manera distinta, incluso entre miembros de una familia. Claro, podría ir a un psicólogo clínico, pero ¿cuántas mamás pueden pagar una terapia? «No sé si voy a perdonar», me dijo una mamá al terminar el curso. Tiene conciencia de lo que pasó, incluso de lo que está pensando. Es un avance y el comienzo de una actitud distinta.
¿Qué parecido tiene esto con la redención?
El feriado del 5 de Julio lo aprovechamos para dar un curso en San Félix. Después de terminar el primer nivel, a cada una de las mamás les puse un birrete de cartón para que cada una de ellas pudiera decir por qué se pueden graduar. Una mujer, muy maltratada en su infancia y luego por su pareja, dijo: «Yo puedo graduarme porque descubrí que me tengo que querer a mí misma». Otra dijo: «No quiero que mi historia se repita con mi hija», y una tercera confesó «yo no he podido perdonar, pero lo estoy pensando».
Ellas mismas deciden qué heridas quieren sanar y por dónde quieren continuar.
¿Cómo advierten el impacto de esos cursos en el sistema escolar? ¿O que la vida de un niño puede cambiar favorablemente?
Una vez que empiezo a sistematizar este curso, con sus tres niveles, el primero para que se vean como mujeres, el segundo para que interactúen con las maestras, incluso nos tratamos de comadres, y un tercero donde la paz es un derecho, hemos comprobado que los hijos mejoran su conducta, su rendimiento escolar. Hay que hacer un acompañamiento, porque la conducta no es algo que se cambie así de fácil. ¿Por qué se que están mejorando? Porque hay una retroalimentación y porque se adquieren las herramientas de una educación para la paz a partir de la resolución de conflictos.
¿Impartir estos cursos, escribir esa guía, fue idea suya o de Fe y Alegría?
Ahí se juntaron el hambre con las ganas de comer. Por un lado estábamos muy preocupados por los niveles de violencia y por otro, en lo personal, estaba muy impactada por los homicidios, por los pupitres vacíos, que habíamos tenido en Guayana. Yo era la directora de la zona con 35 colegios. En 2007, cuatro niños murieron por armas de fuego, una mamá descuartizada y el esposo de una maestra con 15 tiros para robarle el carro. Para mí fue una coyuntura terrible. Fe y Alegría quería hacer algo, porque lo que hacíamos era insuficiente y yo quería dedicarme a esto. Mire mis canas, yo no me las pinto, porque las canas son ideas luminosas y así fue como juntamos una decisión personal con una necesidad institucional.
Hugo Prieto
Ultimas Noticias.17.07.2011