Tras los horrores cometidos en la Segunda Guerra Mundial, en el año 1948 la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobó la Declaración Internacional de Derechos Humanos, que a pesar de no ser un documento obligatorio o vinculante para los Estados miembros, significó un hito muy importante para establecer los mínimos por los cuales debe regirse la dignidad humana. La Declaración significó un referente para el acuerdo de compromisos a ser cumplidos por los Estados, por lo que en 1966 la ONU adoptó a su vez el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos así como el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales, con lo que se completó el marco garantista conocido como Carta Internacional de Derechos Humanos. En el 2007, como un intento de actualizar y responder a los retos de la sociedad global se propone la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes, que incluye novedades como el derecho al agua y al saneamiento, el derecho humano al medio ambiente, derechos relativos a la orientación sexual y a la identidad de género, derechos relacionados con la bioética y el derecho a la renta básica.
Durante la década de los ochentas y los noventas se discutió sobre si el Estado debería seguir siendo el responsable de las violaciones a los derechos humanos. Países como Estados Unidos y Gran Bretaña, al convertirse en promotores del neoliberalismo, se conformaron en paladines de un modelo que pregonaba que los Estados debían reducir al máximo su intervención en materia económica y social, dejando a la acción del libre mercado regir los destinos de la sociedad. En América latina la aplicación de paquetes de medidas macroeconómicas de inspiración neoliberal fue una constante, generando dudas y afirmaciones de lo que se suponía la erosión de la soberanía estatal frente a otros actores, como por ejemplo las compañías de capital y acción transnacional. Frente a este escenario, se argumentó que el crecimiento de este tipo de empresas, y su capacidad de cuestionar el poder de los Estados, las convertía, de facto, en el nuevo epicentro de las violaciones a los derechos humanos.
Las predicciones anteriores no se cumplieron. En Latinoamérica la aplicación del recetario neoliberal no demostró, salvo en la particular experiencia chilena, que los mercados fueran capaces de asegurar el equilibrio institucional, el crecimiento económico y reducir los escandalosos índices de pobreza en la región. Por el contrario, una serie de movimientos y alzamientos populares rechazaron la jerarquización de los índices de crecimiento macroeconómicos sobre las necesidades de la gente. En segundo lugar, los adelantos en materia tecnológica e informática reconfiguraron y globalizaron, en tiempo real y en muchos sentidos, el funcionamiento capitalista del mundo revitalizando como punto central de la red de flujos de capitales a los propios Estados. Y, por último, como acaban de demostrar precisamente los países que otrora fueron los mayores promotores del modelo, las propias distorsiones y perversiones de la especulación financiera obligaron a que los mismos actores económicos pidieran a gritos la intervención económica y reguladora de los Estados como salvavidas ante la debacle.
No tenemos que irnos muy lejos para ejemplificar como hoy el Estado es fundamental para apuntalar las bondades económicas y competitivas de los territorios bajo su control. Venezuela tiene en la producción y exportación de energía su rol en el mercado de compra y venta mundial. Y es el Estado venezolano, y nadie más, quien tiene la capacidad de establecer condiciones y marcos regulatorios para la participación de los capitales foráneos y locales en el negocio. Ha sido este poder, en un contexto donde aun no existen energías alternativas a los hidrocarburos, el que ha permitido que el Estado venezolano haya creado la figura de las empresas mixtas para canalizar la intervención de las compañías multinacionales energéticas en el negocio operado dentro de sus fronteras. Como ningún otro, la estatal PDVSA es hoy el nodo estratégico que permite el entramado de flujos de capitales a través del país. Quien continúe afirmando que el Estado venezolano es un ente reducido por el neoliberalismo está haciendo uso de argumentos que ya tienen dos décadas de atraso.
Ante estos hechos mal podía considerarse, por ejemplo, que Chevron o Repsol, dos de las compañías socias en proyectos a ser desarrollados durante 40 años por Empresas Mixtas – donde el Estado participa y posee la mayoría accionaria-, son los responsables de la violación del derecho al ambiente sano, debido a la contaminación que genera la industria, o de la violación de los derechos de los pueblos indígenas, por estar paralizado el proceso de demarcación de sus territorios ya que se encuentran ubicados sobre ricos yacimientos minerales. Ha sido el Estado venezolano quien ha creado, decidido y fomentado las condiciones de la actividad económica de estas transnacionales en el país y es el Estado quien debe responder por las consecuencias sociales y ambientales negativas que la actividad extractiva genera. (Correo del Caroní, 21.11.11)