Educar para la paz no es andar hablando de paz todo el tiempo. Educar para la paz en la escuela, además de trabajar herramientas para la resolución pacífica de conflictos y de ejercicios permanentes para flexibilizar el pensamiento -de alumnos y docentes- supone una organización y gestión dirigida, intencionadamente, al cultivo de la convivencia pacífica, la prevención y erradicación de la violencia en todos sus tipos.

 

De la gestión escolar se habla poco, y estoy convencida de que si algunos aspectos de la misma estuvieran garantizados, tendríamos menos niños y niñas y adolescentes con problemas de conductas violentas. Me voy a referir en esta oportunidad a dos: las normas y el horario.

 

Comencemos por el tema de las normas: estas son necesarias para la convivencia pacífica. Toda persona necesita reglas de juego -qué está permitido, qué no- para convivir. Ni muchas ni ninguna.

 

Mejor pocas, pero consensuadas o al menos comprendidas y conocidas por todos los actores de la comunidad, las normas a las que no se les ve el sentido serán más fácilmente transgredidas.

 

Por ejemplo, algunos requisitos del uniforme como que “los zapatos sean negros sin rayitas de ningún color”, ¿cuánto desgaste supone andar persiguiendo alumnos con zapatos con un detalle blanco? ¿En qué cambia el hecho educativo si el calzado tiene una rayita? ¿Vale la pena pelear con los alumnos por esa rayita?

 

En un liceo de Valencia me contaron que se la pasaban en eso, mientras, en el año escolar habían tenido 22 alumnas embarazadas. De paso, ¿saben los docentes lo que cuesta hoy conseguir un zapato totalmente negro?

 

¡Claro que se necesitan normas! Pero, ¿serán todas esas que tenemos en los llamados “acuerdos de convivencia”?

 

El otro elemento importante en este aspecto es el que las sanciones deben ser realistas y, además de estar ajustadas a la Lopnna, que se apliquen. La impunidad en la escuela trae como consecuencia el enseñoramiento del que transgrede, la desmoralización del que cumple y el sentimiento de impotencia del ofendido, si fuera el caso.

 

En cuanto al horario, me refiero al del bachillerato. Parece obvio lo que diré pero no lo es: los horarios deben ser elaborados pensando en el alumno, puesto que está hecho para él. Un mal horario puede empujar al alumno, a la deserción escolar, puede ser una invitación a la “fuga” y dar oportunidad a los “cazadores de aprendices a la drogadicción y/o al delito”, lo digo con la autoridad de alguien que lleva años escuchando madres, educadores y adolescentes de sectores populares.

 

Piense usted en un horario como el que sigue: el lunes, de 8:00 a 10:00, luego de 2:00 a 5:00 en la tarde; el martes en la mañana, no hay clase -porque no hay profesor de inglés ni de matemáticas-, en la tarde de 1:00 a 4:00; el miércoles de 7:00 a 9:00, luego una hora libre y sigue a las 10:00… y así toda la semana.

 

¡Crean, hay horarios así para adolescentes de primer año de bachillerato! Mientras, en esas horas libres como no hay control de los muchachos unos se quedan en la puerta del liceo, otros se van a sus casas o… se quedan en el camino con todas sus tentaciones incluidas.

 

¿Cómo puede una madre llevar seguimiento de entradas y salidas de su hijo de 12, 13 años con un horario así? Algo tan elemental como tener horarios compactos, jornadas completas podría reducir los riesgos de los adolescentes en relación a los caminos violentos.

 

Y añado algo necesario: volver a incluir la hora de guiatura en el horario del bachillerato, eliminada hace años en los liceos oficiales. Esa hora podría servir para ir resolviendo problemas de convivencia entre pares, para tratar temas de interés de los alumnos que no entran en los programas. ¿Es mucho pedir una hora para ayudar a salvar a miles de adolescentes?

 

Ahora que el Gobierno está hablando abiertamente de entrarle a la prevención de la violencia, estos dos aspectos podrían servir de “guía breve” para abordar el problema

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