Una vez más llegamos a finales de febrero y se reanudan los análisis, discursos y planteamientos históricos en torno a los sucesos ocurridos a partir del 27 de febrero de 1989 y que comúnmente se conocen como «El Caracazo». Sin duda, haber consagrado como efeméride nacional el 27 de febrero, denominándolo el Día Nacional de los Derechos Humanos es un acto de justicia y reivindica el sentido profundo de la gesta popular ocurrida en aquellas fechas.

 

Quienes vivimos en carne propia los acontecimientos de aquellos fatídicos días sabemos que la movilización espontánea del pueblo, atizada por un paquete de medidas económicas criminales del entonces gobierno de Carlos Andrés Pérez, puso en jaque no solo al gobierno de turno sino a todo un sistema corrompido, en su forma de entender y de hacer política en este país. Las organizaciones de derechos humanos preexistentes a esa fecha ya venían desde los inicios de los años ochenta atendiendo a las víctimas de la represión y el ultraje constante de un Estado autosostenido en la violencia (simbólica o material) que aplicaba sobre la inmensa mayoría de la población, constituida por los sectores populares del país.

 

Para quienes llegamos al país en esa época, con el lente de extranjeros no inmersos en las dicotomías sociales existentes, Venezuela se presentaba como el país de los universos paralelos: por un lado una clase media y media alta amarrada a la permanente añoranza de la bonanza petrolera de otrora y concibiéndose a sí misma al margen de la inmensa e inocultable realidad de pobreza, marginalidad y exclusión que les rodeaba y que iba constituyendo así otro universo a su alrededor, invisibilizado de la manera más terrible que puede soportar una sociedad: la indiferencia.

 

Esa frontera de vidrio entre estos «universos» se hizo añicos el 27 de febrero de 1989. No quedó a quienes habitaban en ambos universos otra opción que mirar, mirarse y reconocerse envueltos en una misma realidad: la de un país desfalcado por una dirigencia política corrupta y enrumbado a la entrega más miserable de su soberanía a intereses foráneos, empezando por la piñata de las privatizaciones de empresas bandera hasta la más cercana y terrible limitación de las condiciones materiales de vida de la gente, como el pasaje o el acceso a la comida.

 

Por ello, conmemorar el 27 de febrero de 1989 como el día nacional de los derechos humanos es una invitación, en primer lugar, a hacer conciencia la integralidad de los mismos. No solo se violentó el derecho a la vida y a la integridad personal de la gente con los disparos de metralla, la morbosa represión policial, la tortura, las fosas comunes y la posterior impunidad judicial (que ha reinado hasta nuestros días). También se pretendió en aquella ocasión hipotecar los derechos humanos del pueblo al intentar perpetuar un modelo económico expoliador, con el entreguismo de las riquezas del país a grupos de interés foráneos y la desestructuración del Estado en su rol de garante de los derechos humanos. Por todo ello decimos hoy, junto al dolor inacabado de las víctimas: NUNCA MÁS.

El Universal 05.03.2012

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