Estamos acostumbrados a revisar el fenómeno de la corrupción, en todas sus formas y presentaciones, de manera individualizada en base a situaciones particulares que suceden en el quehacer de la administración pública, y que terminan por generar políticas parciales que no incluyen la visión de las víctimas de este fenómeno.

Es importante para estudiar la corrupción, que comprendamos las consecuencias que genera para la plena garantía de los derechos humanos en un país. En principio pareciera no existir relación alguna, pero al indagar que los hechos de corrupción pueden limitar el ejercicio de los derechos, especialmente de los grupos más vulnerados y excluidos de la sociedad, la ubicamos.

Son muchas las formas que adopta la corrupción en nuestras sociedades: nepotismo, captura del Estado, clientelismo, tráfico de influencias, sobornos y cualquier otra actividad que redunde en beneficios particulares, tanto para el funcionario o funcionaria como para los terceros involucrados y que incluye a los agentes intermediarios que asumen responsabilidades que se configuren como prestación de servicios para la ciudadanía.

Además de los actores susceptibles de incurrir en hecho de corrupción, encontramos en paralelo a las personas que son afectadas por las prácticas que ejercen los primeros. Aquí la población es mucho más amplia e incluye a ricos y pobres, pero con un distingo muy particular, ya que generalmente son los sectores económicamente empobrecidos los que más dependen de los servicios prestados por el Estado y sus intermediarios y, por ende, un hecho de corrupción les afecta más directamente.

Un ejemplo hipotético de ello pudiese ser el derecho al acceso a la justicia, entendido como un servicio que se presta a la sociedad. Cuando somos vulnerados en el ejercicio de algún derecho, acudimos al sistema de administración de justicia para reivindicar nuestros derechos como víctimas y buscar la reparación del daño causado; pero lamentablemente en la práctica existen trabas que dificultan este acceso: necesidad de abogados, pago de honorarios, complejidad del sistema, apatía, entre otros; pero si además le sumamos agentes corruptos que dirigen los procesos aceptando dádivas o generando beneficios a alguna de las partes, encontramos que termina siendo perjudicado quien no tiene los recursos para adentrarse en el entramado o red de corrupción que implica.

Es por ello que las políticas públicas anticorrupción deben transversalizar los derechos humanos, visibilizar y priorizar el combate a los efectos que produce en los grupos vulnerables. Deben ser políticas integrales que aborden la renovación de las estructuras del Estado, la consolidación de sanciones ejemplarizantes para las personas corruptas, la autorregulación y el monitoreo de los organismos autónomos y los intermediarios, y especialmente la contraloría social como forma de control externo que reivindica las luchas sociales desde las personas afectadas, e implica su empoderamiento de las opciones para garantizar el pleno ejercicio de sus derechos frente a las garantías que ofrece el Estado.(Francisco Martínez, El Universal, 28.05.12)

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