En estos días, un adolescente de 14 años me dijo que su hermanita, de un año, necesitaba que a veces le gritaran para que no llorara y no fuera “malcriada”. Me quedé muy preocupada por esa afirmación, pues gritos es lo que sobra en este país, y voces suaves, amables, hasta tiernas, un gran faltante. Creo que hay que bajar los decibeles urgentemente.
Nos hemos acostumbrado al insulto, al grito, a la violencia verbal, a tal punto que lo consideramos normal, y si uno lo reclama, el otro -el gritón, sorprendido- le dice a uno que “no está gritando”. No solo son los gritos, es el ruido ensordecedor, es la “música” a todo volumen en el autobús, en la calle, en la casa del vecino, en los equipos de niños y adolescentes, en las tiendas, en los supermercados, en los medios de comunicación. Por principio de salud mental, no entro en tiendas con “música” a todo volumen, pues no puedo ni pensar.
El grito se está convirtiendo en un valor en nuestra sociedad, y si no, piensen ustedes, ¿quiénes suelen salir de directivos en sociedades de padres y representantes en las escuelas? Pues el que grita más duro. El hablar suave se le identifica como “debilidad” y no se ve como seguridad o buena educación. El que habla suave es un cobarde, y eso no es cierto. Recuerden lo que decía Gandhi, “la no violencia no es para cobardes sino para valientes”
La contaminación auditiva va a dejar sorda a estas nuevas generaciones, los gritos y los ruidos exagerados alteran la capacidad de concentración, estresan, atemorizan a los niños, mientras más pequeños, más les afecta… Hay que hacer conciencia de que la violencia verbal puede ser hasta más dañina que la física, pues como me dijo una vez un “niño de la calle” en Maracaibo, “un golpe deja un morao y luego se quita, pero cuando a uno le gritan ‘desgraciao’ eso se queda en el corazón y no se borra”. En realidad, sí se puede borrar, pero cuesta curar esa herida. Más de una vez, madres de las que asisten a los cursos para “promotoras de paz” afirman haber preferido que sus padres le hubieran pegado y no les hubieran dicho lo que les dijeron.
Pero volvamos a los decibeles de más que priva en nuestro país. Hay que bajar los tonos. Más de uno dirá que eso es “comeflorismo”, que las balas no se paran con “buenos días”, “gracias” y reclamos hechos suavemente. Tal vez las balas no se paran, pero es posible que si en su primera infancia hubiesen tenido más palabras amables, y observaciones hechas en buen tono, hoy tendrían en su archivo mental otras expresiones a las que recurrir.
Voy a ir más allá en mi posible “comeflorismo”: los venezolanos necesitamos hoy hasta un poco de cursilería en nuestro trato, esa cursilería propia de los enamorados, que no les da pena expresar sus sentimientos a la persona amada, porque sabe que en esos oídos se captarán sinfonías -aunque haya desafinamiento-, esa cursilería que nos hace piropear al compañero por su buen desempeño en el trabajo, o al hijo por lo bien que dejó el cuarto. A veces la cursilería se puede volver un “artículo de primera necesidad” -por cierto no tiene IVA- para equilibrar tanto insulto y descalificación. Una buena dosis de cursilería le vendría muy bien a los niños y niñas, que seguro que serán homenajeados el 15 de julio, Día del Niño, cuando habrá globos y castillos inflables, pero precedidos por regaños y gritos… creo que serían más felices si tuvieran menos decibles todos los días, más ternura pues… aunque me digan “comeflor”. De todos modos, a los que me acusan de ese “delito” -si tengo la suerte de tener algún lector-, les recomiendo que relean esa hermosa historia de Aquiles Nazoa sobre ese caballo que se alimentaba de flores, es realmente un cuento bien bonito. (Luisa Pernalete, Correo del Caroní, 10.07.12)