La Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) establece que “… si cualquier nación no adoptare un régimen de trabajo realmente humano, esta omisión constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países.” Recordamos estos contenidos, por la controversia sobre la soberanía nacional y vigencia de pactos internacionales, generada por el actual gobierno del país con relación al alcance de las actuaciones de la Comisión y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, instancias que -como se conoce- forman parte del Sistema de Protección de los Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos.
En su caso, la OIT fue creada por efecto del Capítulo XIII (artículos 387 al 399) del Tratado de Versalles en 1919, que puso punto final a la denominada primera guerra mundial. En las cláusulas laborales de este pacto internacional, se estableció que el trabajo humano no es una mercancía ni puede ser objeto de actos de comercio, así como el derecho de asociación de los trabajadores y empresarios, el derecho al pago de salarios dignos, la jornada laboral de 8 horas diarias, el derecho al descanso semanal de un mínimo de 24 horas, la abolición del trabajo infantil, la limitación en el trabajo de los jóvenes para permitir su normal desarrollo, el derecho a igual salario o a igual valor del trabajo para ambos sexos, el derecho al tratamiento equitativo para los trabajadores en cada país y el mandato de constituir el servicio de inspección laboral en cada Estado con participación de la mujer.
Años después, Europa sufrió otra conflagración bélica al término de la cual comenzó un período que durante un poco más de 4 décadas, se calificó como la “guerra fría”. En esa particular coyuntura, en la ciudad de Bogotá, Colombia, se constituyó oficialmente la Organización de los Estados Americanos (OEA), en la IV Conferencia Internacional Americana de 1948. Allí se adoptó la Carta de la Organización de los Estados Americanos y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, entre otros acuerdos. Este proceso de diálogo internacional es el escenario donde nacen tanto la Comisión como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ambas entidades del Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos.
Ahora bien, desde su creación, la Comisión se ha integrado por 7 personas que en términos generales cuentan con el aval de una reconocida trayectoria en la defensa de los Derechos Humanos, son elegidas a título personal y no responden a ningún gobierno. Recordamos que la Comisión fue constituyó en 1959, por resolución de la V Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, realizada en Santiago de Chile y su primer directivo fue el escritor venezolano Rómulo Gallegos, quien ejerció responsabilidades en el lapso 1960-1963.
Gallegos venía de sufrir un largo exilio de Venezuela, producto de la dictadura de Pérez Jiménez, y se había consagrado ya como uno de los grandes novelistas de la lengua castellana. También en aquellos tiempos nada aparecía como tan necesario en América Latina, como la lucha por los derechos humanos. Quienes reivindican la obra política de Gallegos, indican que en su discurso al aceptar la nominación al cargo de Director de la Comisión, pronunció las siguientes palaras: «La soberanía nacional es materia de obvia y primordial importancia, pero no lo es menos la persona humana en sí, objetivo final muchas veces olvidado de la acción del Estado y de todas las empresas de engrandecimiento colectivo».
A pesar de que Venezuela es Estado Parte de la OEA, ratificó la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) el 23 de junio de 1977, y reconoció expresamente las competencias de la Comisión Interamericana de Derechos humanos (CIDH) el 9 de agosto de 1977 y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) el 24 de junio de 1981, un vistazo a algunas sentencias de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia demuestra que hay más de una década de intentos por retroceder hacia la concepción que centra en el Estado el poder máximo bajo el argumento de la soberanía nacional. Un Estado con tal criterio se ve a sí mismo como poder supremo, no reconoce autoridad superior y no asume su obligación jurídica internacional, en el sentido de respetar los derechos fundamentales de la persona y grupos humanos que se encuentren bajo su jurisdicción.
Cabe preguntarse si después de la solución final que el actual gobierno venezolano adopte respecto a la CADH y la CIDH: ¿seguirá extendiéndose esa peligrosa tesis sobre la “soberanía del Estado” hasta llegar a la supresión de la vigencia de los convenios de la OIT y con ello, la vuelta total a la barbarie explotadora del capital?
Esperanza Hermida, Coordinadora de Exigibilidad de PROVEA