Victoria, de dos años, entra en el castillo inflable, se le nota su alegría por la oportunidad que le brinda la vida de divertirse un buen rato sin que le estén diciendo “¡cuidado te caes!”. Su mirada tropieza con otra niña, una más grande que ella de unos cuatro o cinco años, luego lo sabrá, se llama Mónica, nunca la había visto, pero basta un brinco y una caída, aderezada con la risa de ambas, para saber que pueden divertirse juntas. La abuela de Victoria observa, ninguna ha preguntado a la otra si su mamá ha caceroleado, ni tampoco cuál franela usa el papá. No son iguales, Victoria tiene el pelo liso y Mónica ondulado, la primera es más pequeña que la segunda, no conocen el pasado pero tienen un objetivo: divertirse brincando. La madre de Mónica, responsablemente, le advierte que tenga cuidado de no tropezar con Victoria, porque es más chiquita. La abuela de la otra, cuando ésta se cae, le dice con sabiduría “No importa Victoria, así es la vida, uno se cae y se levanta”. Las niñas pasan un buen rato brincando y riendo.
Algo que ayudó a las niñas a entenderse, siendo diferentes y a pesar de la jerga ininteligible de Victoria pero utilizando lenguajes universales como la sonrisa, las carcajadas y la mano extendida de la mayor hacia la menor, fue tener un objetivo común, no se trataba de elegir entre merendar o jugar, o pasear en bicicleta. Otro elemento que ayudó fue la “supervisión” de la madre y la abuela que les advertía de peligros, que vigilaba, que daba buenos consejos, supervisión que nunca propició el pleito con frases como “¡no te dejes! ¡Si te dan, devuelve!”. Las super-visiones -esto es, visión superior, visión por encima para poder mirarlo todo- es muy importante para garantizar la buena convivencia, en cualquier contexto.
Ya sé, la situación política venezolana, con la polarización extrema, con intercambios de golpes e insultos en lugares que deberían servir para dirimir diferencias con ideas y argumentos, con muertos y más muertos, no es precisamente un “juego de niños”, pero aprender de los niños pudiera ser un llamado a los adultos a recuperar sensatez, a meditar sobre la necesidad de desprejuiciar las miradas, la necesidad de dejar de descalificarnos no tanto por lo que se dice sino porque desde antes de hablar “el otro”-si es que se le deja hablar- ya se le descalifica sólo por ser “el otro”.
Esta reflexión no es “comeflorismo” ni ingenuidad, es un llamado a los 14 millones de adultos a buscar objetivos comunes, problemas comunes, salidas, las mejores, las menos dolorosas, las más eficaces, las más justas a esos problemas comunes. También quiere ser un llamado a encontrar acuerdos básicos para la convivencia necesaria.
¡Claro! Hace falta la “supervisión”, con autoridad, sabiduría, deseos de paz. No hablo de buscar árbitros fuera del país, hablo de los “supervisores” del país, recordando que los que tienen más poder -más posibilidad de influir en otras personas-, tienen también más responsabilidad en esta búsqueda de paz. ¿Dónde están? ¿En el alto gobierno -último responsable de país-? ¿Liderazgos colectivos, coros de voces, de la sociedad unidos como entonando un canon? Miradas desprejuiciadas -como la de los niños-, buenos consejeros y disposición a escuchar los consejos, y tal vez la insistencia de los niños cuando quieren algo, podría ayudar. A veces los ejemplos hay que buscarlos en lugares inusuales. De paso, hay mucho niño esperando saber si tienen presente y futuro en este país. (Correo del Caroní, 06.05.13)