esperanza hermidaAcceder a una sociedad sin corrupción, que alcance la satisfacción a las necesidades de sus integrantes, es una necesidad extendida en el planeta.

En esa dirección se orientan las definiciones plasmadas en la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción (CNUCC), que identifican la capacidad de daño de este mal, al que caracteriza como una “… amenaza la estabilidad y seguridad de las sociedades al socavar los poderes públicos y los valores de la democracia, la ética y la justicia y al comprometer el desarrollo sostenible y el imperio de la ley.”

En su artículo 2º, la CNUCC conceptúa al funcionario público como “cualquier persona que desempeñe una función pública o preste un servicio público, según se defina en el derecho interno del Estado Parte y se aplique en la esfera pertinente del ordenamiento jurídico de ese Estado Parte”.

La corrupción estimula la discriminación e impide el acceso a derechos humanos, particularmente los económicos, sociales y culturales. Esa obstrucción es una forma de violencia y es en el origen de esta violencia, donde está el incumplimiento de los compromisos en materia de derechos humanos, por parte de los Estados

Y considerando el rol del Estado como el empleador del funcionariado público, administrador del erario nacional y conductor económico y político del país, que dadas las dimensiones alcanzadas por las reiteradas denuncias sobre la corrupción en Venezuela, que compartimos desde PROVEA el llamado del Presidente Maduro para atacar este flagelo.

Se trata de una expresión de voluntad política concreta, frente a un problema impostergable.

Pero a sabiendas que se trata de un mal con múltiples dimensiones, es necesaria una mirada crítica a este llamado, para entonces aportar.

En esa perspectiva, hablamos del Consejo Internacional para las Políticas de los Derechos Humanos (CIPDH), organismo creado en 1998 como resultado de una consulta internacional que se inició en la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos en Viena en 1993, y entre cuyas funciones contempla la elaboración de investigaciones sobre el impacto de la corrupción en el cumplimiento de las obligaciones y compromisos de los Estados en materia de derechos humanos.

En su libro La Corrupción y los Derechos Humanos (2009), el CIPDH sostiene que cuando este mal se extiende a diferentes niveles sociales, las personas no tienen acceso a la justicia y reina la inseguridad; no se protegen derechos como la integridad personal, el trabajo, el salario, la seguridad social, vivienda, alimentación y acceso al agua, entre muchos otros.

El CIPDH aboga por la adopción de políticas públicas orientadas a alcanzar una vida libre de corrupción.

Desde PROVEA proponemos que el ataque contra la corrupción adopte hoy el enfoque ético e incluyente de la perspectiva de los derechos humanos.

Ello implica que aparte de revisar la actuación del funcionariado público, a todos los niveles, y sancionar a quienes hayan incurrido en actos delictivos, se tomen las medidas necesarias para prevenir y para reparar el daño causado por esos actos, especialmente cuando se trata de grupos vulnerables socialmente.

Esta óptica conlleva a asumir desde el Estado y el gobierno, que la corrupción es también una forma concreta de violación a los derechos humanos.

La corrupción estimula la discriminación e impide el acceso a derechos humanos, particularmente los económicos, sociales y culturales. Esa obstrucción es una forma de violencia y es en el origen de esta violencia, donde está el incumplimiento de los compromisos en materia de derechos humanos, por parte de los Estados.

Mundialmente se admite que los Estados tienen tres niveles de obligaciones en relación con estos derechos: “respetar”, “proteger” y “garantizar o cumplir”. Por eso, recreando la propuesta del CIPDH planteamos desde PROVEA que vivir libres de la corrupción, es un derecho. Hacia allá debe apuntarse.

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