Lo que conocemos hoy como derechos humanos (DDHH) es, simplemente, una serie de condiciones mínimas que garantizan la dignidad de hombres y mujeres. No solamente la protección para que no sean agredidos o asesinados por otros, sino el que todas las personas, independientemente de su ideología, raza o condición social, puedan acceder a una gama de situaciones materiales para que su estar en el mundo signifique una vida que merezca ser vivida.
La construcción teórica de los DDHH ha delegado en los Estados, como red de relaciones sociales de poder que controlan los territorios y las poblaciones que habitan dentro de ellos, la responsabilidad de respetar estos mínimos de la dignidad humana. La mirada estadocéntrica ha sido la constante en la mayoría de las iniciativas que han aspirado a cambiar la sociedad. Por ello las revoluciones políticas se enfocaron en la idea de conquistar el poder estatal y desde allí promover los cambios que los activistas políticos anhelaban. No obstante, las intenciones de transformar la vida cotidiana de los más desfavorecidos, tras alcanzar la administración del Estado, no cumplió con todas sus promesas. Algunos argumentan que una estrategia gradualista debe contar con el tiempo necesario para cambiar las cosas desde adentro. Sin embargo, por una cantidad de razones que sería largo de enlistar, cuando los gobernantes deben escoger entre los reales derechos de la gente y conservar los puestos que han alcanzado, generalmente se decantan por esto último. Lo que se promocionaba como “nuevo” termina pareciéndose demasiado a lo que se pretendía superar.
En este sentido una parte del movimiento de DDHH enfoca sus esfuerzos en mejorar el funcionamiento del Estado según los estándares reconocidos internacionalmente en la materia. Proponen o reforman leyes, realizan incidencia y cabildeo para el diseño de políticas públicas, asesoran a los políticos que consideran son sensibles a los temas que trabajan. Algunas veces quienes optan por esta estrategia lo hacen en una relación de tensión con las autoridades, desde la distancia necesaria que brinda una organización no gubernamental. Otras veces terminan incorporándose a la gestión oficial, abandonando su rol de activistas para transformarse en funcionarios.
Otra estrategia diferente es poner el énfasis del lado de la gente, de las iniciativas que crean de manera autónoma para hacer realidad parcelas de la dignidad humana, o acompañarlos cuando son víctimas de violación a sus DDHH. Quienes optan por este camino tienen en cuenta los conflictos de intereses de quienes forman parte de los llamados poderes públicos. Por ello resuelven el dilema poniendo sus esfuerzos del otro lado de la ecuación: Los ciudadanos comunes y corrientes.
Al entender que el “poder” no reside solamente en un único sitio, como el palacio de Miraflores, sino que se difumina por diferentes espacios y en variados niveles, este tipo de activistas entienden que deben construir contrapesos, no solamente para limitar las arbitrariedades, sino para construir en este movimiento de contención un tipo determinado de relaciones sociales que permitan la solidaridad y la cooperación necesaria que facilite el disfrute y la ampliación de los DDHH. Han sido las prácticas de la gente, y no decisiones de los escritorios estatales, los que han engrandecido el “mínimo” deseable para la dignidad.
Por ello hoy hablamos de “derechos de tercera generación”: Esta creación de vínculos en base a nuevos referentes ha definido nuevos territorios donde la humanidad debe concretarse: El acceso inclusivo a las nuevas tecnologías de información, los derechos sexuales y reproductivos de las minorías o el derecho a la ciudad y al ambiente sano, por citar algunos ejemplos.
Quienes optan por esta estrategia han discutido si denominar “contrapoder” o “antipoder” este doble movimiento, el de la resistencia y la creación. Tras el argumento que no existe simetría posible entre el “poder” y el “contrapoder” –cosa que el término sugiere- prefieren el término antipoder. Como el camino de tomar el poder no ha cumplido con sus propias profecías, opinan que el esfuerzo debe ser el contrario: disolver el poder concentrado para acotar los mecanismos que hacen posible los diferentes vectores de dominación. Incluso los activistas tienen en cuenta la presunta autoridad que les confiere tener información sobre algo llamado DDHH, por lo que optan por acompañar, nunca dirigir, las iniciativas populares para el disfrute de sus derechos.
Asesoran, transfieren herramientas y maneras de hacer, pero lo usual es que estimulen a las personas para que tomen sus propias decisiones, se hagan protagonistas de su proceso y aprendan tanto de las victorias como de los errores propios y de otros. Entre nosotros esta opción significa que los defensores de DDHH sean parte de los movimientos sociales y populares fragmentarios, que colaboren en la construcción de articulación horizontal entre los diferentes sectores en lucha y promuevan la creación de alianzas flexibles para la consecución de objetivos comunes.
(*) Coordinador de Investigación de Provea
www.derechos.org.ve
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