Para nadie es un secreto que la tolerancia y el respeto se han constituido en valores depreciados en nuestra sociedad. Cada vez más los diversos ámbitos de nuestra vida se impregnan por actitudes y acciones que contradicen o atentan contra lo más genuino y preciado de la condición humana: su dignidad.
La polarización política es una de las demostraciones más cabales de esta situación de intolerancia en Venezuela y parece que ya nos hubiésemos acostumbrado a vivir con ella. La polarización es un fenómeno enfermizo que a diferencia de lo que muchos argumentan, no es nuevo en nuestra sociedad sino producto de muchísimas décadas de desencuentros, engaños, decepciones e intolerancias de toda naturaleza que han producido lo que hoy tenemos: una sociedad fragmentada, en la cual los espacios para el encuentro desde la diversidad se hacen cada vez más escasos.
Quienes trabajamos en el campo de la educación en derechos humanos sabemos que de nada sirve pretender tener la razón a toda costa si nos quedamos con ella en solitario por haber destruido a quien era, pensaba u opinaba diferente a nosotros. Y quienes más sufren los efectos de la polarización intolerante no son los radicales ubicados en los polos de la confrontación, sino esa inmensa mayoría de personas que, aun pudiendo simpatizar con alguna de las posiciones en juego, mantienen una actitud crítica y reflexiva frente a los extremismos.
Así, considerarse políticamente opositor pero valorar con sabiduría las acciones positivas del gobierno se considera un acto de «traición». Y a la inversa también: simpatizar con el proyecto gubernamental pero mantener una actitud crítica con las falencias del mismo se considera inaceptable. Sin embargo, la salud de nuestra vida democrática nos exige romper con estas tendencias maniqueas y seguir bregando por el encuentro, a pesar y por encima de quienes apuestan a la destrucción de unos contra otros.
Una de las definiciones de tolerancia se entiende como «el respeto que se tiene a las ideas, creencias, valores o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias. También es la capacidad de escuchar y aceptar a los demás, comprendiendo el valor de las distintas formas de entender la vida». Ahora bien, ser tolerantes no significa aceptar acríticamente cualquier cosa; por ejemplo, el racismo, la xenofobia y la misoginia son algunas ideas o prácticas que atentan directamente contra la dignidad humana y por ende, no pueden ni deben ser aceptadas. Por tanto, tolerar implica aceptar lo que hay de legítimo y sagrado en el otro (su dignidad como persona), pero sabiendo separar esa dignidad de las ideas y las acciones que legítimamente podamos rechazar en ese otro.
Ojalá el 2010 sea un año para trabajar por un país más tolerante, pues de ello depende que logremos construir un modelo democrático efectivo, inclusivo, igualitario, fundado en una visión humanista que ponga la búsqueda del bien común en su centro con la participación activa y consciente de quienes históricamente han sido los más desfavorecidos.