La verdad es que no se llamaba David, pero siempre que pensaba en él, ese era el nombre que se me venía a la mente: David contra Goliat, y así como en la biblia, el pequeño venció al gigante en esta historia real.
“Venao” , le decían por sus ojos de guarapo de limón con panela, cuando de adolescente vivió un par de años en las calles de una ciudad del occidente del país. Si, el protagonista de esta historia fue un niño dela calle. “¡No pregunte más! Nací un 31 de julio, con l, y mi mamá se llamaba María”. Así despachaba autobiografía en un primer contacto. Era muy serio y trabajador. Su primera cicatriz se la hizo cuando pequeño cuidaba animales en una hacienda y se había escapado un becerro. “Me enredé en una cerca de alambre, ¡pero lo encontré!, se lo pedí a José Gregorio Hernández” Siempre le tuvo mucha fe a José Gregorio “El habla con Dios y resuelve”, me dijo un día. No sé de dónde lo había aprendido, pero sabía el Padrenuestro.
Su infancia como sacada de un cuento de Charles Dickens, estuvo llena de malos tratos, humillaciones, abandono… su adolescencia no fue distinta. Es posible que hubiera heredado de su madre una enfermedad neurológica que le impedía manejar sus emociones adecuadamente. “Tengo como un demonio por dentro” dijo un día como implorando ayuda, le convencí de verse con un neurólogo. “Irritación en la corteza cerebral. No se cura pero se trata. Debe medicarse de por vida”. Fue difícil aceptar esa enfermedad, la fue asumiendo poco a poco. Ese “demonio” le había dado muchos sufrimientos pues no controlaba sus rabias.
El cuento es largo, pero para que se crea en milagros, David encontró manos extendidas y a los 16 años aprendió a leer y escribir; Fe y Alegría lo aceptó en un Centro de Capacitación, aunque no tenía papeles de ningún tipo. “Ese muchacho es muy disciplinado” dijo el instructor de mecánica. Había prohibición pedagógica de preguntar por su pasado y sus estudios anteriores: no tenía nada ninguna escolaridad en su expediente, sólo su nombre. El día en que terminó el curso de mecánica comentó que era el primer papel de su vida. Fue muy importante. ¡Existía!
En su etapa de adulto se encontró con otro problema de salud. Su corazón no estaba bien, lo tenía envejecido. El camino se complicaba. Pero tenía metas, y a pesar de sus errores, salió adelante, aspirando siempre a ser una persona “normal”. Cuando tuvo su primer trabajo con todas las de la ley, estaba muy contento: cotizaba SSO, como otros. Su jefa confiaba en él. “Tiene mal carácter, pero siempre dice la verdad, es honesto y cuida los vehículos”, comentó una vez.
La calle le enseño a ser solidario. Solo no se sobrevive en ese medio. Y esa solidaridad la sembró. En los últimos años trabajó como taxista porque “con salario mínimo no se mantiene familia”, decía. Tal vez ese trabajo aceleró el cansancio de su corazón.
Cuando salió de la calle, a los 17 años, el primero de su grupo que se salvó, tenía tres sueños: “Quiero una casa con porche y baño adentro; quiero un carro así tenga que empujarlo para que ande; quiero una familia”. Los tres sueños los cumplió. Le asustaba morir y que lo enterraran en una bolsa negra, “así pasa con los que no tienen familia. Y nadie va a sus velorios”. Pero ese no fue el final. Cuando lo enterramos, hace unos días después de sufrir un infarto fulminante a los 35 años, David pudo ver desde el cielo cuánto lo apreciaban sus vecinos, sus amigos del alma, sus hijos, su compañera por 16 años… “Era amigo de verdad… no le cobraba la carrera a las viejitas… nunca decía que no… nos aconsejaba…” Recogía lo que había sembrado entre gente sencilla.
“Los niños dela calle son rescatables” dijo un día cuando apenas él salía de ese proceso. “Hay que decirle a los jóvenes que de eso se sale”, afirmó hace unos meses. Ese muchacho me enseñó que todo el mundo merece a veces más de una oportunidad. No me queda duda de que está en el cielo, sea lo que sea el cielo.
Luisa Pernalete