Fernando acaba de hundirle varias puñaladas a Kenny. Arrastra el cuerpo hasta el baño, lo deja allí tendido y toma el envase con un químico que se usa para limpiar computadoras. Rocía el piso del apartamento con ese líquido y prende fuego.
Todo se llena de humo muy rápido y eso provoca histeria en Fernando. Con sus alaridos asusta a Valentina, que en ese momento está dentro de una de las habitaciones. Tratan de escapar de las llamas pero no pueden salir del apartamento. Se asoman a la ventana y gritan para pedir auxilio.
Un vecino escucha el escándalo y llama a los bomberos.
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Fernando tiene quince años, Kenny catorce y Valentina diecisiete. Los dos varones estudiaron juntos octavo grado el año pasado, pero ahora Fernando va al liceo Arturo Michelena y Kenny al Rafael Urdaneta, dos planteles vecinos del centro de Caracas que están separados sólo por un patio. Así de cerca han estado siempre.
De Valentina se conoce poco. Nadie parece saber de dónde provino. Y si lo saben no lo dicen. En esta historia ella queda como una chica misteriosa que aparece en la escena del apartamento.
Es lunes primero de marzo y toca ir a clases. Kenny debe presentar un examen de Castellano para el que se preparó durante varios días con ayuda de su padre. Esa madrugada, desde que se levantó a las cinco, repasaron juntos las últimas dudas. El padre le prometió al hijo que lo inscribiría en el equipo de básquet si aprobaba todas las materias. Este sería su regalo para el cumpleaños número quince.
Esta es la última estampa que José Gonzalo Guillén conserva de Kenny, el mayor de sus hijos, con vida.
Ahora es la una de la tarde. Fernando aprovecha la hora del almuerzo para buscar a su amigo en el otro liceo. Se dirigen a casa de Kenny, un apartamento situado en la avenida Fuerzas Armadas, a dos cuadras del plantel. Las clases del turno de la tarde terminan a las cinco y cuarenta y cinco, pero no volverán al liceo.
En alguna parte del trayecto, Valentina se une al grupo. Los tres llegan al apartamento, la chica se encierra en un cuarto, y menos de una hora después se escucha una discusión acalorada.
Los insultos encienden la mecha de las puñaladas y del fuego. Fernando lo confiesa después: estaba harto de que Kenny se burlara todo el tiempo de él. Estaba harto de que le dijera homosexual, harto de que le inventara apodos.
Cuando Valentina escucha la pelea y siente el olor a quemado, abre la puerta para ver qué sucede. Entonces las llamas cachetean su rostro y cubren su nariz y los brazos. Fernando también queda sofocado en medio de la fogata gigante: sus quemaduras de tercer grado en las orejas son unas de las cicatrices –y evidencias– del asesinato que recién cometió. El que él mismo confesará.
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La cerámica del baño impidió que el cadáver de Kenny se quemara todo. Una de las teorías que manejan quienes investigan el caso y los expertos en violencia es que la intención de Fernando era incinerar el cuerpo para evitar dar explicaciones sobre los cuchillazos. O para que los restos de su compañero desaparecieran entre las cenizas.
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Por: Liza López
Investigación: Diana Lozano
Fotos: Omar Véliz/ El Nacional