Luisa Pernalete

“Sí hay gente solidaria, profe, -me contaba Elsy, de San Félix- a veces en mi casa sólo comemos casabe porque no se consigue nada, pero también -a veces- la madrina de mi hijo menor, si encuentra dos kilitos de harina, me pasa uno, y así nos ayudamos las vecinas”.

Y sigue relatando actos de generosidad y valentía: “la señora Yasmira, del consejo comunal, se arriesga haciendo denuncias de la gente que está dañando con drogas a los jóvenes del barrio, dice que no puede quedarse de brazos cruzados”. La conozco. Ella es muy valiente.

Paso revista a los testimonios de maestros y madres que van a los cursos para crecer en ciudadanía, también de lo que me cuentan “mis comadres”, esas que trabajan por la convivencia pacífica. La señora Ofelia, por ejemplo, es de un centro de Fe y Alegría en Petare. Contaba que ella mira el rostro a los estudiantes y puede leer sus angustias: “con lo que estoy aprendiendo con los Médicos Sin Fronteras, voy a poder ayudar a esos adolescentes que necesitan ser escuchados, avisar a la directora para que vayan con la orientadora del plantel”, y sigue animada porque va a ser solidaria con más éxito.

La señora Yraida, también de San Félix, que enviudó hace poco, me cuenta que su vecina de enfrente siempre comparte lo que puede comprar en su día de cola. Y ella, que trabaja en una panadería, también comparte cuando consigue leche. ¡De otra manera no podría sobrevivir! “El otro día vino el señor José, albañil, vino a saludar, era muy amigo de mi esposo. Me urge cerrar una ventana que da a la calle y me da miedo con tanto delincuente suelto. Me dijo que comprara los bloques, que él consigue el cemento y no me va a cobrar la mano de obra”. Me emocionó la noticia, porque ella no puede dormir con esa ventana insegura pero tampoco podría pagarle al señor José. ¡Solidaridad que consuela!

Hay un caso de Carabobo que anima también. Mi amigo Fernando me cuenta que hay un pequeño empresario, conocido suyo, que cuando vio lo que sus empleados estaban llevando para comer, decidió, además de su bono alimentario, establecer un convenio con un proveedor cercano para subsidiar los almuerzos -paga completo él y los trabajadores los compran a precio menor-. “¡Gente buena hay en todas partes!”, eso decía Mandela.

En Valencia, dos docentes del colegio San Francisco de Sales, de Fe y Alegría, han creado de manera informal, pero con perseverancia, una red para conseguir medicinas. Se han especializado en anticonvulsivantes, no sólo para gente de la institución. Con su celular, a través de mensajes de texto, localizan las medicinas. No sé cómo logran que les lleguen y hasta las acercan a los pacientes, ¡sin tener vehículo propio! ¡Dios las bendiga! Se me ocurre, de paso, pedir que nos den la lista de solicitudes, cuando estos sean de niños y adolescentes, y enviarlas al Tribunal 14 de Protección. ¡Ojo Carlos Trapani (abogado asesor del Cecodap)! Tal vez así se enteren que Cecodap (Centros Comunitarios de Aprendizaje) no inventa problemas, pero este es otro cuento.

Están esas historias menores, esa solidaridad que surge en las colas del supermercado: “¿Me cuida mi carrito mientras busco algo que olvidé?”, o más aún, “¿Usted no va a llevar pañales? Pida su cuota de racionamiento por mí y se lo pago a la salida”. Yo lo veo cada martes -ese es mi día.

Finalmente, yo recibo solidaridad en cada viaje de metro cuando estoy en Caracas. No uso bastón, y camino erguida, pero mis ideas luminosas -mis canas- me delatan. ¡Siempre me ceden el puesto! Y hay más gestos. Ayer venía de Petare, y estaba difícil la salida en la estación donde debía bajarme. Una señora me dijo que me agarrara de su hombro, que ella abriría el paso y yo no tendría dificultad. ¡Me sacó fácil una sonrisa!

¿Tienen ustedes otra explicación a la sobrevivencia de los comunes mortales de este país hoy? Aunque me digan comeflor, estoy convencida de que los venezolanos somos mejor de lo que decimos que somos. “¿Quién dijo que todo está perdido?”.

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