Trafico de gasolina en Sinamaica

Cuando ellos dos dejen de hablar, la luna seguirá iluminando la laguna de Sinamaica como lo ha hecho siempre, pero no se llamará keichi. El cielo continuará, inevitable, en lo alto, pero no será jiruma. Y en el día no resplandecerá kai sobre el agua, sino un sol en castellano. Habrá país, pero no se nombrará ammamai y soñar ya no será aparaaraa sino un verbo de apenas dos vocales.

Seguirá existiendo el amor al que más nunca nadie le dirá achaka.

Jofris Márquez y Rita Caldera tienen el don de nombrar todas las palabras de su mundo en un idioma que sólo ellos dos dominan: el añúnnükü, habla original del pueblo añú.

Es una de las 31 lenguas indígenas del país y una de las que está en mayor peligro de extinción. Hace dos días Venezuela celebró el Día del Idioma, mientras los vocablos de las etnias desaparecen.

Rita está cercana a cumplir 100 años, aunque no sabe llevar la cuenta de su edad. Quizás porque ya se le olvidó por culpa de los tantos días que ha vivido sobre la misma tierra; quizás porque prefiere guardar, coqueta, ese secreto. Aún navega en su canoa con una fuerza juvenil insospechada bajo sus delgados brazos. Perdió un ojo, pero sigue ­incansable­ la tradición propia de las mujeres añú: tejer la enea o mariche para hacer esteras.

A veces parece que habla sola porque en su familia nadie le responde en su idioma. Ninguno de sus nueve hijos aprendió la lengua que le enseñó a ella su abuela, Filomena Caldera.

La escucha una de sus hijas, Virginia, oyente silenciosa de unas palabras que comprende pero no se siente capaz de pronunciar. De los nietos, ninguno la entiende. Hasta ella llegó el añú como vocabulario de su familia.

Así le pasó a casi todas las ancianas que habitan en la laguna de Sinamaica: ninguno de los descendientes conservó el idioma. Una sola fue la excepción, Ana Dolores Márquez, que falleció en 2002 con más de 100 años de edad. Como sus contemporáneas, no había dejado hijos hablantes del añú. Pero ella tenía escondido lo que ahora se considera una suerte de milagro lingüístico: había logrado transmitir el conocimiento pleno de la lengua a su nieto, Jofris Márquez, que ahora tiene 30 años de edad y encarna la única esperanza de algunos sociólogos y antropólogos zulianos para la revitalización del idioma de la etnia.

Detrás de la estera. Jofris aprendió la lengua gracias a su curiosidad infantil. Tenía 6 o 7 años de edad cuando escuchaba detrás de las paredes hechas de estera cómo su abuela hablaba con su prima Josefita y su hermana Arsenia.

Su mamá vivía fuera de Sinamaica, en Santa Bárbara del Zulia, y su abuela había decidido ­como muchas ancianas del pueblo­ que se encargaría de la crianza de su descendiente. «Mi abuela me tenía gordito y cuando mi mamá me llevaba a Santa Bárbara me regresaba flaco, por eso me quitó a mi mamá y me crió ella». Al principio el niño no entendía bien por qué la anciana (su maama) hablaba distinto a las demás personas que le rodeaban. Su abuela gorda y bajita era un enigma por descifrar. Le gustaba el sonido de esa lengua desconocida y aunque no entendía lo que decía, se quedaba allí horas, captando cada palabra del secreteo idiomático de las viejitas.

«Yo era muy tímido, no salía, ni siquiera sabía nadar, estaba todo el tiempo encerrado, y después de oírla escondido, repetía todo lo que ella decía. Un día me escuchó hablar solo, entonces le dije que quería aprender. Ella me empezó a enseñar, toda cosa que veía ella me decía cómo era en añú». Anuwa era la canoa; sekotuma, la cebolla; katüna, un avión que sobrevolaba; uuya, la lluvia que los dejaba encerrados en el palafito; yerü, el perro que ladraba a lo lejos; aawi, el pie; aapü, la mano. Niño incansable y avispado, todo lo captaba. «Ella se ponía brava por mi apuro y me decía que yo quería aprender todo en un día y así no podía ser. Yo repetía sus palabras, ella me escuchaba y me decía que iba bien».

La noche era un tiempo adicional para el aprendizaje. «Yo dormía con ella en la misma hamaca, ella a un ladito y yo al otro, porque en la noche llegaban las brujas y se llevaban los niños a los manglares y al día siguiente los encontraban muertos. Ella me protegía, me cantaba canciones en añú y yo me dormía con el canto». La música era una suerte de ensalmo para Ana Dolores. «Cuando llovía y tronaba, mi abuela decía que era ‘el Negrón’, al que había que calmar porque estaba borracho; entonces, le cantaba en añú y en verdad el tiempo se ponía bueno». El canto también protegía de los eclipses a los que tanto temían. «Mi abuela me contó que un día la luna se tardó demasiado en salir, y los añú pensaban que se iba a acabar el mundo. Había viento y llovía, unos lloraban y rezaban. Ella le cantaba a la luna para que no se durmiera, le cantaba que mirara hacia abajo para que viera a los añú asustados, y la luna se asomó y el mundo no se acabó».

Con los cuentos y los cantos de la auwi ­la abuela­ a los 9 años de edad, ya Jofris hablaba y entendía. Después Ana Dolores tenía que cuidarse de lo que conversaba con las visitas, porque su nieto era capaz de entenderlo todo.

No le gustaba que aprendiera groserías. Las malas palabras eran censuradas por ella, así como los nombres de algunas partes del cuerpo. «Un día le dije a mi abuela que tenía que aprender el nombre de las partes íntimas del hombre y la mujer y ella me las dijo, pero me pidió que no las repitiera».

Y las dice bajito, como para que no lo oiga ella: «Vagina es awerü, pene es ayuuku».

Al terminar sexto grado, el muchacho se dedicó ­como gran parte de los hombres añú­ a la pesca de camarón en Santa Rita. Se casó y tuvo dos hijos: Patricia y Jefris, que estuvieron con él hasta hace poco. «Le estaba enseñando a mis hijos la lengua, pero cuando me separé de mi mujer ya no pude hacerlo más».

Jofris logró aprender la gramática gracias a un plan de formación que ofreció la Universidad del Zulia junto con la Unicef. Escribe perfectamente en su idioma y logra hacer traducciones. Sin embargo, está lejos de vivir de ese conocimiento. Ahora no tiene trabajo ni casa y vive arrimado con una tía en El Moján, un pueblo cercano a Sinamaica. Está consciente de su papel en la enseñanza de la lengua, pero no sabe qué hacer. «Me pongo a pensar si algún día me voy de este mundo, en verdad quedarán sólo los libros. Con mis hijos tenía una esperanza, yo los bañaba, les daba alimentos, los dormía y les cantaba en añú, pero ahora no están conmigo. También tuve alumnos, pero no les vi ese interés de aprender. Yo creo que lo único que nec esitan es escuchar, prestar atención para aprender, como hice yo con mi abuela».

Para Alí Fernández, jefe del Departamento de Estudios Socio-Antropológicos de la Universidad del Zulia y uno de los principales estudiosos de la cultura añú, dar a conocer la existencia de Jofris ha sido su gran hallazgo como investigador. «Las pocas ancianas que sabían el idioma se han ido muriendo en la última década, estábamos preocupados porque no había una generación de relevo. Jofris es la gran esperanza, no sólo porque conoce el idioma sino porque tiene la fórmula para que no desaparezca. Aprendió con la pedagogía del amor, sabe toda la historia de la abuela, él tiene la clave para enseñar a las nuevas generaciones». Su propuesta es hacer del joven un maestro del idioma en las dos escuelas de Sinamaica, pero aún falta la respuesta del Ministerio de Educación.

Himno Nacional. Mientras, el proceso educativo formal del idioma va a media marcha. En la Escuela Bolivariana Karoo (Sinamaica) todos los niños cantan el Himno Nacional en añú. También se saben el saludo y la despedida. Pero poco más. Apenas ven clase del idioma una vez a la semana, si es que acuden ese día a la escuela. Cuando no funciona el programa de alimentación escolar, la asistencia es poca.

Su sede tampoco ayuda a su buen funcionamiento: es demasiado pequeña para la población estudiantil. La nueva edificación, que prometió el Presidente de la República en el año 2000, nunca se culminó.

La coordinadora de cultura bilingüe, Keyla Navas, intenta enseñar un idioma que ella misma no domina, pues ni sus padres ni sus abuelos lo hablaban. Reconoce que transmitirlo a los niños es difícil: «Apenas lo ven los lunes y no lo practican en casa porque nadie lo sabe y si no tienen con quién hablar cómo van a aprender».

El añú es una lengua emparentada con el wayúu (guajiro). Sin embargo, son dos pueblos distintos: los añú son de agua y los wayúu de tierra.

Por muchos años, estos llamaban paraujanos a los añú como forma de discriminación.

Luis Navas, cuya lancha sirve de transporte escolar, asegura que el idioma y la cultura se fueron perdiendo por vergüenza. «La gente no quería hablar su idioma», dice.

A finales de los años noventa, gracias a una iniciativa de la Universidad del Zulia y Unicef, las ancianas de la laguna se convirtieron en formadoras de un grupo de promotores comunitarios. Hicieron un inventario de palabras y se publicó un diccionario, así como algunas cartillas escolares. No se logró el aprendizaje de la lengua, pero al menos un proceso de conciencia de la comunidad sobre su identidad cultural. «Logramos que la gente se asumiera como añú, pero ahora se necesitan estrategias nuevas para que la lengua no se pierda», señala Fernández, que reconoce que no hay unificación entre los programas para revitalizar la lengua que tienen distintos organismos. Los muchachos que llegan al liceo de la zona ni siquiera ven este idioma como materia.

Pocos aspectos de la cultura añú han permanecido entre las generaciones. Katty Vásquez, de 11 años de edad, igual que las demás niñas, cuenta que ha aprendido a hacer artesanías con enea.

Pero las tradiciones desaparecen. Yulimar Manárez tiene 7 años de edad y, como los demás, se sabe el Himno Nacional en añú y algunas palabras, pero en su casa, cuando va a dormir, ya su familia no espanta a las brujas con canciones en la lengua de sus antepasados. A ella, para dormir, le cantan «Los pollitos dicen». (Mireya Tabuas, El Nacional, http://www.el-nacional.com/www/site/p_contenido.php?q=nodo/134389/Regiones/Las-%C3%BAltimas-voces-de-los-a%C3%B1%C3%BA)

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