En www.relecturas.org reproducen una entrevista realizada al fallecido dramaturgo por la revista Estado & Reforma en 1987. A continuación reproducimos parte del trabajo periodístico realizado por Luis García Mora, Víctor Suárez, Trino Márquez y Ramón Hernández.

Exponente de la modernidad del teatro venezolano, José Ignacio Cabrujas no se oculta en la forma para evadir el fondo. Racionalmente crítico con la realidad, tiene su referente directo en la cultura venezolana y su razón dialéctica parte de la confrontación de la regionalidad y la universalidad para asegurar una evidente trascendencia: actor, director y dramaturgo se inició en el oficio con el Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, donde estudiaba Derecho. Hombre de la televisión y del periodismo, no ha desaprovechado sus opciones como comunicador de masas. De aguda percepción, claro estilo y reflexivo decir, es un intelectual de bien ganada credibilidad en el quehacer cultural contemporáneo.

Cabrujas dejó volar su gusto por el análisis y la reflexión durante tres horas con el equipo editor de Estado & Reforma. Por razones estrictamente relacionadas con la dictadura del espacio, buena parte de la conversación se ha quedado en la libreta; sin embargo, consideramos que la síntesis que presentamos refleja en buena medida el parecer de José Ignacio Cabrujas sobre el Estado y el proceso modernizador que adelanta la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado.

–El concepto de Estado en Venezuela es apenas un disimulo…

–El concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley. Con las variantes del caso, creo que así se ha comportado el Estado venezolano, desde los tiempos de Francisco Fajardo hasta la actual presidencia del doctor Jaime Lusinchi. El país tuvo siempre una visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un país provisional. La sensación que uno tiene cuando viaja al Perú o a México y observa las edificaciones coloniales, –palacios de gobierno, cuarteles, catedrales, inquisiciones, es decir, las formas arquitectónicas del Estado–, es de permanencia y solidez, como si la noción de futuro estuviese en cada ladrillo. Quien hizo la Catedral de México, además de edificar un concepto, pretendió exactamente levantar un templo perdurable y asombroso. Por el contrario, cuando uno entra en la Catedral de Caracas, termina por entender donde vive. La Catedral de Caracas es un parecido, un lugar grande, relativamente grande, todo lo grande que podría ser en Venezuela un lugar religioso, pero al mismo tiempo se trata de una edificación provisional que forma parte del “más o menos” nacional. Uno siente ese “más o menos” en la artesanía de los racimos de uvas, corderos pascuales, triángulos teologales o sandalias de pastores. Uno comprende que alguien levantó esa catedral “mientras tanto y por si acaso”. La historia nos habla de un país rico habitado por depredadores incapaces de otra nostalgia que no fuese el recuerdo de España. Se dice que nuestros indígenas eran tribus errantes que marchaban de un lugar a otro en busca de alimentos. Pero tan errantes como los indígenas fueron los españoles. Vivir fue casi siempre viajar y cuando el Sur comenzó a presentirse como el lugar del “oro prometido”, llámese Dorado o Potosí, Venezuela se convirtió en un sitio de paso donde quedarse significaba ser menos. Menos que Lima. Menos que Bogotá. Menos que el Cuzco. Menos que La Paz. Se instaló así un concepto de ciudad campamento magistralmente descrito por Francisco Herrera Luque en una de sus novelas.

–¿Seguimos viviendo en un campamento?

–Han pasado siglos y todavía me parece vivir en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas, ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un Estado capaz de administrarlo. Alguna vez, ¿quién sabe cuándo?, fue necesario comenzar a crear instituciones, leyes, reglamentos, ordenanzas para garantizar un mínimo de orden, de convivencia. Habría sido más justo inventar esos artículos que leemos siempre al ingresar en un cuarto de hotel, casi siempre ubicados en la puerta. “Cómo debe vivir usted aquí”, “a qué hora debe marcharse”, “favor, no comer en las habitaciones”, “queda terminantemente prohibido el ingreso de perros en su cuarto”, etc., etc.; es decir, un reglamento pragmático y sin ningún melindre principista. “Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible”, podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional, puesto que por “Constitución Nacional” deberíamos entender un documento sincero, capaz de reflejar con cierta exactitud lo que somos, y lo que aspiramos.

–Pero…

–En lugar de esa sinceridad que tanto bien pudo hacernos, elegimos ciertos principios elegantes, apolíneos más que elegantes, mediante los cuales íbamos a pertenecer al mundo civilizado. El campamento aspiró a convertirse en un Estado y para colmo de males, en un Estado culto, principista, institucional, en todo caso, legendario por todo lo que tiene de hermoso y de irreal. Las constituciones nacionales, desde los hermanitos Monagas para acá, son verdaderos tratados de contemporaneidad y hondura conceptual. El déspota, y vaya si los hubo, jamás usó la palabra “tiranía”, ni los eufemismos correspondientes, como podría ser la palabra “autoritario” o “gobierno de fuerza” o “régimen de excepción”. Por el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de escribir “me da la gana”, que era lo real, el legislador por orden del déspota, escribió siempre “en nombre del bien común” y demás afrancesamientos por el estilo.

El resultado es que durante siglos nos hemos acostumbrado a percibir que las leyes no tienen nada que ver con la vida. Nunca levantamos muchas salas de teatro en este país. ¿Para qué? La estructura principista del poder fue siempre nuestro mejor escenario.

Ilustra con una anécdota:

–Nicanor Bolet Peraza escribió una crónica costumbrista sobre el Teatro del Maderero. Se representaba allí, en los días de Semana Santa, nada menos que La Pasión de Cristo, con crucifixión y azotes y crueldades habituales a la serenísima figura del Hijo del Hombre. Cuenta Bolet Peraza que en la escena del Gólgota salían los dos centuriones romanos y representaban aquella escena donde Cristo pide agua de manera conmovedora. Los dos centuriones empapaban esponjas con hiel y vinagre, acercándolas a la boca del crucificado. Entonces comenzaban a oírse grandes carcajadas en la sala, puesto que todo el mundo suponía, vaya usted a saber por qué, que las esponjas estaban repletas de mierda. Mayor era el sufrimiento de Cristo y más vigorosas eran las risotadas de los espectadores. Hasta que un niñito gritó: “!Es que ese no es Cristo!; ese es el hijo de Estelita con el chichero de la esquina!” Nada, en mi vida de hombre de teatro, me ha parecido tan esclarecedor como esta escena. En efecto, asumir la majestad es una de nuestras imposibilidades. Jamás hemos aceptado el drama extremo del poder. Cuando la institución se toma en serio a sí misma, no tarda en aparecer el rasero de la “joda”. Está bien, gobierna… pero tampoco te lo tomes tan en serio. Está bien, ponte el uniforme y mete la barriga… pero, déjate de vainas, porque tú, uniformado, protocolar, dándotelas de gran cosota, sigues siendo el hijo de Estelita con el chichero de la esquina.

Insiste en el ejemplo:

–La entrada del Presidente de la República al Congreso, en la ceremonia de entrega de cuentas, se parece a la contradicción que vivimos. Allí está la verdadera identidad nacional, en ese presidente picarón, desesperado porque no vaya algún jodedor a pensar que él se lo está tomando en serio. Persiste en mí una imagen, la del presidente Luis Herrera Campíns en el trance de dar una de sus habituales ruedas de prensa, transmitidas en cadena nacional de radio y televisión. La ceremonia era idéntica quincena tras quincena. Los televidentes observábamos una puerta laqueada, de un versallismo arrepentido, repleta de ornatos dorados, como corresponde a una puerta de poder. Se abría la puerta y la cámara retrocedía hasta mostrar a dos soldados venezolanos, fornidos y retacos, vestidos con la interpretación estilo Centeno Vallenilla del uniforme de Carabobo, inexplicablemente zarista como si se tratara de una escena de La Guerra y la Paz. De inmediato salía Herrera, precedido de una fanfarria republicana casi siempre destemplada. Y comenzaba la comedia porque Herrera en ese corto paseo hacia la sala de conferencias, hacia un gigantesco esfuerzo por aparentar cordialidad y llaneza de carácter. Allí lo veíamos guiñar el ojo, dar palmaditas, sonreír a la cámara, saludar con la mano a la altura de la cintura para no parecerse al emperador Trajano. Era como si Herrera nos dijese: “!Un momento! !Yo sigo siendo Luis Herrera! (el hijo de Estelita y el chichero), yo estoy cumpliendo un protocolo más o menos y tal, pero sigo siendo el amigo cordial, el simpaticón Herrera, el gordo Herrera, el ñato Herrera, el negro Herrera, el cómplice de todos ustedes cruzando un pedacito de Miraflores sin que los humos se me hayan ido a la cabeza”. Porque más allá de las ceremonias, el Presidente sabe muy bien a quien representa.

Terminada la comparación, regresa a lo concreto:

–Algún político del siglo XIX en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te la des “de”, porque si te la das “de”, yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinverguenzón eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas predominante y espectacular.

La entrevista completa la puede consultar en www.relectura.org

Luis García Mora, Víctor Suárez, Trino Márquez y Ramón Hernández

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