El politólogo Juan Carlos Rey, utiliza una conocida tipología para definir cuatro niveles de intervención de los militares en la vida política. Se trata de un crescendo en el que sólo el primer nivel es legítimo y el cuarto un golpe de Estado “extremo y típico”.
El primer nivel es la presión legal. Los militares aprovecha n su posición privilegiada para opinar e influir en políticas públicas a través de los mecanismos establecidos en la legalidad y sin cuestionar su sujeción a las autoridades civiles. El segundo nivel ocurre cuando la presión es acompañada de “amenazas de una sanción al gobierno civil en caso de no ser complacidos”, lo que implicaría ingresar al “terreno ilegítimo de la extorsión o el chantaje”. Entre las amenazas citadas por Rey se encuentran las de dimisión, retiro de apoyo, anuncio público de desacuerdo y rehusarse a ejecutar sus órdenes. Si esta extorsión se hace de manera permanente y logra éxito, aún cuando el gobierno no caiga, se estaría produciendo un golpe tácito.
El tercer nivel se da cuando los militares, mediante la violencia o la amenaza de su uso, sustituyen a unas autoridades civiles por otras autoridades civiles. El cuarto, cuando en idénticas circunstancias las sustituyen por autoridades militares.
Los hechos de Altamira encajan perfectamente en el segundo nivel de esta tipología. Hay una exigencia: la renuncia presidencial. Hay varias sanciones en curso: retiro de apoyo, crítica pública y desobediencia. Según esta tipología, los hechos de Altamira constituyen un tipo ilegítimo de intervención militar en la política y, en caso de concretarse la demanda militar, implicarían la ocurrencia de un golpe de Estado.
Frente a estos argumentos se puede alegar que se trata sólo de una teoría y que los hechos de Altamira deben analizarse a la luz de los artículos 350 y 333 de la Carta Magna, que son invocados tanto por los militares como por la Coordinadora Democrática: “un acto previsto en la Constitución no puede considerarse un golpe de Estado”, sería un argumento que invite a la discusión. Aceptar la invitación, pasa por interpretar estos artículos a partir de la intención del constituyente. Varios de ellos han manifestado algo evidente: estos artículos no se redactaron pensando en hechos similares a los de Altamira ¿Es que acaso existe alguna Constitución que considere legal un golpe de Estado?. Por el contrario, en el caso del 333, lo asociaban con hechos más parecidos a una situación postgolpe.
Provea, organización que tiene 14 años realizando un Informe Anual sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela señaló que, pese a que el gobierno de Hugo Chávez representa una continuidad en cuanto al debilitamiento de la institucionalidad estatal respecto a gobiernos anteriores y a que vivimos una grave situación de derechos humanos, particularmente en los derechos sociales, no estamos en una tiranía. No se han agotado los mecanismos para exigir y hacer justiciables los derechos humanos. La intolerancia exhibida por el Presidente Chávez, vista a partir de indicadores comúnmente aceptados para medir la gravedad de un régimen autoritario, no permiten calificarlo como una dictadura: no hay presos políticos, no hay torturados políticos, no hay organizaciones proscritas, no hay cierre de medios.
“No podemos esperar a que ocurra, el gobierno de Chávez es una amenaza”, sería lícito responder. Aún así, ello no autoriza a un golpe de Estado amparado en el 350. El principio que está detrás de este artículo es la “legítima defensa” del pueblo frente a su gobierno. Ese principio señala que, para ser legítima, la defensa debe ser proporcional a la agresión, es decir, a la vulneración gubernamental de los derechos de la población. Todo exceso en la defensa, la convierte en ilegítima. Sin duda, un golpe de Estado es una vía excesiva y desproporcionada, como lo sería dispararle con una UZI a un adolescente que, en crisis, nos insulta y amenaza con un cuchillo. Ojalá el Obelisco no se dispare, pues es una bala muy grande y puede terminar cayéndonos a todos encima. Incluso a los manifestantes de Altamira.
Antonio J. González Plessmann
Coordinador de Investigación de Provea