En medio de las escenas violentas que suelen mostrar las televisoras del mundo, en los primeros días de agosto hubo unas que nos llamaron especialmente la atención. ¿Dónde se desarrollaban, -preguntamos consternados esas escenas de brutalidad policial? La respuesta no tardó en llegar: sucedían en Montevideo (en la capital del paisito, como gustan llamarlo cariñosamente sus mismos habitantes, el que alguna vez fue considerado la “Suiza de América”), como respuesta al hambre de parte de su población. La asociación con Eduardo Galeano, uno de los uruguayos universales, fue inmediata. Le habíamos leído un tiempo atrás, palabras más, palabras menos, que el refrán que llegó hasta nosotros como “Mal de muchos consuelo de tontos” era una deformación perversa e interesada del original, que sostenía, “Mal de muchos, consuelo de todos”, ya que enunciado de esta última forma convocaba a la solidaridad e invitaba a las soluciones de conjunto, en contraposición con el individualista desprestigio del consuelo colectivo.
¿Hace falta evidenciar cuál es ese “mal de muchos”, que aqueja cada vez a mayor porcentaje de ciudadanos desde Tierra del Fuego hasta el Río Grande? Pareciera que sí, si nos atenemos a lo que todavía se lee y escucha en ámbitos públicos, incluso académicos. Para otros, por el contrario, la respuesta será unívoca. Si en casi toda Latinoamérica, en forma creciente y rápida, familias enteras quedan al margen de la vida digna, y por lo mismo, sus hijos deben incorporarse a edades cada vez más tempranas a trabajos que bien pueden considerarse nuevas formas de esclavismo; si para muchos jóvenes latinoamericanos la emigración es la única respuesta a la frustración que significa no encontrar trabajo en su propio país; si la inseguridad ciudadana es tema de conversación cotidiana en ciudades donde hasta hace muy poco, esa preocupación no existía; ¡si las escenas de cientos de miles de familias buscando en la basura su alimento diario son cotidianas en Buenos Aires, capital de cuyo país se dijo que “había entrado al primer mundo”!; si, en definitiva, en estas últimas décadas nos hemos igualado en lo peor, triste expresión para usar la palabra igualdad, pero elocuente por lo cierta, ¿no será hora de empezar a pensar que esos resultados tan homogéneos en países con características geográficas, económicas y socioculturales bien diversas se debieron a la aplicación de un conjunto de políticas, que hoy, lo menos que demuestran es que no produjeron los resultados que prometían?
En nuestro país, hasta 1998 las prédicas fueron semejantes a las del continente. Incluso se llegó a intentar revertir y/o violar el precepto constitucional (nos referimos a la Constitución de 1961) de la gratuidad de la educación superior y se generalizaron las prácticas de cobro en las instituciones públicas de salud y educación. A partir del proceso constituyente, el discurso oficial fue contrario a la aplicación de políticas neoliberales y la Constitución de 1999 plasma de manera explícita la responsabilidad del Estado como garante de todos los derechos, no sólo de lo s civiles y políticos sino también de los económicos, sociales y culturales. En tal sentido, Venezuela pareciera apartarse de las tendencias que estamos analizando, una de las cuales es la tesis de la reducción de la influencia del Estado en la vida pública y la consideración (en la práctica social)de la salud y la educación como mercancías, sujetas a las leyes de la oferta y la demanda, y no como derechos.
Sin embargo, los activistas de derechos humanos bien sabemos que “Tener Derechos no Basta”, lema que identifica una de nuestras colecciones educativas. Hace falta, además, ejercerlos, exigirlos cuando se nos niegan y alertar sobre las posibles violaciones a los mismos. Hoy en Venezuela deberíamos estar dando un debate que toca el núcleo de lo que estamos afirmando, y tendríamos la ventaja de poder hacerlo analizando experiencias precedentes. Nos referimos al derecho humano a la seguridad social. Hay un fiel que puede indicar, en relación con este derecho, si el discurso contra el neoliberalismo es coherente o no con las políticas aplicadas, y es el que se relaciona con la forma de participación del capital privado en la administración de los fondos de pensiones que se prescribirá en la ley Marco de Seguridad Social que se está discutiendo en el Congreso. Si la salud y la educación no son mercancías, tampoco lo es la seguridad social. De la consideración de ésta en uno u otro sentido dependerán las políticas que se desarrollen frente a la misma. Y al decir esto no somos utópicos, somos más que realistas. No aceptemos recetas claramente fracasadas en otros contextos. Mejor inventemos, porque ya está más que demostrado que sacralizando el mercado, hemos errado.
María Isabel Bertone
Coordinadora del Área de Educación de Provea