La llamada Ley Antitalanquera, que criminaliza el uso de la capacidad de discernimiento por parte de los parlamentarios, es una elocuente muestra del lamentable rumbo por el cual transita el Partido Socialista Unido de Venezuela, muy parecido al de aquellos viajeros de la Edad Media que colocaban un cinturón de castidad a sus esposas como mecanismo para evitar la infidelidad.
No es la confianza sino la desconfianza lo que trasluce una fuerza política que promueve una iniciativa parlamentaria destinada a impedir que sus diputados piensen con cabeza propia, o que se atrevan a tomar otro camino y destino políticos si consideran que la organización en la cual militan ya no responde a los principios que la orientaron al momento de su fundación o, como es el caso que vivimos en Venezuela, al proyecto de país que nos dimos los venezolanos cuando discutimos y aprobamos la Constitución de 1999.
Precisamente, la llamada Ley Antitalanquera, «ley culillo» o «ley cepo», como prefiero denominarla, pisotea de manera descarada la carta magna, en cuyo artículo 201 queda claramente establecido que los diputados y diputadas deben obedecer a su conciencia y a sus electores. Sus promotores y sus autores pretenden convertirse en los amos y señores de la noción de pueblo, por lo cual en su nombre cometen este tipo de atrocidades legislativas que a la larga terminan de desnudar el perfil autoritario que se ha impuesto a troche y moche, y que convierte de hecho en letra muerta el texto constitucional.
Seguramente la intención que animó a los redactores de la abortada ley de inteligencia, bautizada como «ley sapo», para proponer un instrumento legislativo digno de un régimen de terror es la misma que ha llevado a sus promotores a engendrar un adefesio jurídico que debería ser rechazado contundentemente por el Tribunal Supremo de Justicia si éste hiciera gala de la autonomía que le otorga la carta magna.
De lo que se trata es de colocar un cepo, un cinturón de castidad en el pensamiento de los diputados para que sólo puedan mover la mano al ritmo que le indiquen. Y pobre de aquél que se atreva a dudar, a pensar, a cuestionar, a criticar, y peor aún, a deslindar de este equivocado y tenebroso camino de seguidismo, incondicionalidad y esclavitud mental por el cual ahora transitan unos diputados recién electos que no tienen la confianza del Presidente, porque entran en la categoría de «estado general de sospecha», al cual aludió una vez Eliézer Otaiza.
La verdad es que no quisiera estar en el pellejo de los nuevos diputados del PSUV.
De hecho son prisioneros políticos, aunque voluntariamente estén apoyando al Gobierno y a su máxima figura. Y lo son porque si mañana alguno de ellos trata de marcar una diferencia, de dejar colar algún matiz que no sea del agrado de sus superiores y particularmente del líder, puede pasar en un dos por tres a ser un paria de la política, con inhabilitación incluida.
Esta ley cepo es una buena respuesta a quienes se preguntan por qué gente que apoyamos durante mucho tiempo al gobierno del presidente Hugo Chávez ya no estamos acompañándolo y hemos decidido marcar clara distancia. Si algo positivo puede derivarse de esta atrocidad legislativa es el hecho de que en este momento no pocos seguidores del Gobierno deben estar reflexionando en silencio sobre la inviabilidad de un proyecto político asentado en la adoración acrítica de un líder, y en una práctica autoritaria de la cual son víctimas no sólo los opositores o los sectores que no se pliegan sino también quienes han sido electos con el apoyo del partido rojo rojito.
La ley cepo en sí misma es una clara señal de alarma. Estamos ante un drama orwelliano. De aquí a la policía del pensamiento el trecho es corto. Todo sea por impedir la rebelión en la granja.
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