Transformados por la codicia en mineros, resultó fácil reducir a los efectivos del Ejército, componentes del Batallón 507 de Fuerzas Especiales. Los nativos, de antemano superiores en número y determinación, los sorprendieron hundidos en el barro hasta las rodillas y con las motobombas encendidas. Los desarmaron y amarraron. Solo el oficial al mando del grupo, un tal teniente Gutiérrez, y un soldado, consiguieron escapar del ataque.
Al despuntar el siguiente día, un helicóptero trajo al coronel Cortez para negociar en el sitio. El propio presidente Hugo Chávez lo enviaba a atender la situación. Al menos, eso fue lo que dijo. En cualquier caso, su autoridad no solo se desprendía de la comisión alegada. De un metro con 80 centímetros de estatura, corpulento, canoso, de voz grave, tapizado de insignias y condecoraciones, pronunciaba palabras con rigor marcial. Cortez pretendía la liberación de los militares, casi la exigía. La escenificación estaba concebida para intimidar.
Cruzada ya la raya, sin embargo, los indígenas no pensaban dejar que las cosas se les fueran de las manos. Se organizaron en grupos. Uno se ocupó de resguardar el perímetro, emplazando vigías en distintos puntos. Otro, de redactar documentos. Con sentido común repararon en que no sabían negociar rehenes ni cualquier otra cosa frente a la coerción del Estado. Llamaron a unos compañeros en la turística Gran Sabana, que sí tenían experiencia en esas lides.
En ese momento Alexis Romero se encontraba a muchos kilómetros de allí. Estaba en su comunidad pemón, Maurak, ubicada a 17 kilómetros de la localidad de Santa Elena de Uairen del municipio Gran Sabana, en el sureste del estado Bolívar, cerca de la frontera con Brasil. Pero no tardó en contestar al llamado. Llegó al lugar la tarde del mismo día en que lo hizo el enviado de Chávez. Romero, con amplia trayectoria en el movimiento comunitario indígena y estudios en el exterior, encabezó la negociación con el militar, que se prolongaría por cuatro días.
Así fue como de manera inadvertida, el 27 de octubre de 2011 y los días subsiguientes, se desencadenó la secuencia de hechos que daría origen a la comunidad de Musukpa y su virtual independencia del Estado venezolano. Cuatro años más tarde, sus habitantes explotan hoy la mina Toronó por su cuenta y de acuerdo a reglas que ellos mismos definieron. Cobran tributos para sufragar los gastos de salud y educación. Y organizan, bajo el asedio simultáneo y asimétrico de los cazadores de fortuna y de la estructura del Estado, rondas de seguridad.
Despierta el camarón
Es invierno –en Venezuela, la temporada lluviosa de mayo a diciembre– y la cuenca, aún prístina, del río Paragua, alardea de su enorme y poderoso caudal. La espesa vegetación arropa la embarcación cuando deja el curso del río para penetrar la casi imperceptible quebrada Musukpa, la puerta de entrada a la comunidad indígena.
Musukpa significa “camarón” en idioma pemón. El nombre del caño entraña cierta nostalgia. Parece que alguna vez esos animales abundaron en esta esquina fluvial del noroeste del estado Bolívar que, junto al de Amazonas, conforman la rica región de Guayana, mitad austral del territorio de Venezuela, al sur y este del río Orinoco. Más que la civilización, la minería se encargó de aniquilar los camarones.
Un cartel tallado en madera y atado a un árbol, anuncia la llegada a la comunidad de Musukpa. A primera vista se abre una extensa porción de selva deforestada. Amplios bancos de arena, imposibles de abarcar de un solo vistazo, cubren el área. Encima corren largas mangueras que trepan por plataformas construidas de manera rudimentaria con troncos y pedazos de madera. Las mangueras se conectan a máquinas que escupen con asmático esfuerzo agua enlodada sobre unas alfombras en mal estado que retienen el material removido por la succión.
Son todos rastros de la minería. Aunque los pobladores sean indígenas, ya no practican la extracción artesanal. Un diagnóstico realizado en diciembre del 2013, como parte de un proyecto para la construcción de un complejo deportivo comunitario, encontró que uno de cada dos habitantes de Musukpa es dueño de máquinas mineras pequeñas. Dos de cada diez trabajan la madera. Uno de cada diez dice que se dedica al comercio o al transporte fluvial. Solo el cinco por ciento se vincula a la agricultura. En Musukpa no hay conuco para sembrar. La demanda de casabe –tortilla de harina de yuca, esencial en la dieta indígena– se satisface con compras a comunidades vecinas. Musukpa es independiente pero no autárquica.
No es la típica comunidad indígena en donde las casas se distribuyen alrededor de un terraplén que sirve como cancha de futbol los domingos. Al entrar a Musukpa lo que se observa a la izquierda es un grupo de casas distribuidas sin criterio aparente. Al centro se yergue una pequeña churuata, luego un ambulatorio y el esqueleto de una estructura todavía sin techo que en un futuro pretende ser una escuela. Hay al menos cinco expendios de víveres, donde se consigue desde baterías hasta alquiler de teléfono por minuto. El lugar se muestra esmeradamente limpio.
La disposición de Musakpa transmite una imagen de amalgama, de aglomerado desorden. De hecho, la comunidad es un milagro de heterogeneidad. En ella conviven miembros de diferentes etnias del sur: pemones, yekuanas, chirianas, kurripakos y arawacos. También hay criollos en las 30 familias del lugar.
El concierto interno que debe reinar en la comunidad, difícil de percibir a través de las evidencias que brinda el caserío, se hace casi palpable a la hora de la asamblea.
Llueve a cántaros cuando la voz de Gloria Lucila Morales se deja escuchar por el megáfono para convocar a todos los habitantes a participar de una asamblea extraordinaria. Son las diez de la mañana del sábado y algunos se van incorporando empujados por la curiosidad. Gloria es joven, delgada, de cabellera gruesa y oscura, oriunda de la comunidad Itoy Ponkon del municipio Heres del estado Bolívar, a unos 15 kilómetros de la capital de esa entidad, Ciudad Bolívar, al este de Musukpa. No habla pemón, confiesa, la lingua franca de la reunión. Pero lo compensa con toda una vida de experiencia en la lucha y procesos de organización de sus “hermanos indígenas”. No en balde es quien lleva la voz cantante durante la asamblea a la que convocó.
“Aquí no permitimos corruptelas, ni bandas armadas, no permitimos venta de alcohol”, detalla. Musukpa se rige por un estricto compendio de normas de convivencia de 10 capítulos y 76 artículos, que ordena todos los aspectos de la vida comunitaria, desde el trabajo minero hasta el ingreso de visitantes. Según la Ley Comunal la planta eléctrica se apaga todos los días a las diez de la noche, la explotación de la mina solo se permite de lunes a sábado, entre seis de la mañana y cinco de la tarde. Los domingos se destinan a labores comunitarias. Cualquier incumplimiento de las normas acarrea multas y hasta puede motivar la expulsión del infractor.
Ángel Blanco, que también está en la asamblea, sí habla pemón. Participó del desarme de los militares en 2011; es uno del medio centenar de tomistas originales que permanecen desde entonces en el baluarte. Regenta una compañía, nombre que recibe un grupo no mayor a cinco personas dueñas de los motores e implementos que se requieren para explotar las minas.
“No no nos estamos enriqueciendo, lo que estamos es sobreviviendo”, dice Ángel Blanco. Altivo y contestatario, durante dos años ocupó la segunda capitanía y ahora encabeza el Comité de deporte. Durante la asamblea toma la palabra y proclama con orgullo que desde 2011 “hemos sido independientes del Gobierno, mantenemos el ambulatorio con el 10% de la comisión, estamos construyendo una escuela con el aporte de la minería, no es que esas planchas que reposan ahí”, señala unos tablones de madera, “las hemos recibido del Gobierno, no, aquí todo ha sido gracias al esfuerzo de todos”, reitera. Los asistentes asienten con la cabeza.
La Ley Comunal, en su capítulo IX, establece un Fondo Social a cargo de una comisión especial elegida por el Consejo indígena, responsable de administrar los recursos económicos aportados por los dueños de máquinas, quienes cada semana deben declarar un reporte de ganancia y destinar un diezmo a la comunidad. Todos los comerciantes, paleros y compradores de oro también están obligados a dar un aporte destinado a la autogestión.
A esa ley de facto se oponen las ordenanzas del criollo. En especial el Decreto presidencial 8.413, con “rango, valor y fuerza de Ley Orgánica” –Chávez lo firmó investido de poderes habilitantes–, que en septiembre de 2011 otorgó al Estado el monopolio de la exploración, explotación y comercialización del oro. Apenas dos meses después, ocho capitanes indígenas –entre ellos, Alexis Romero, el activista pemón que en octubre del mismo año había lidiado con el coronel Cortez el desenlace de la escaramuza en la mina Toronó– introdujeron un recurso de nulidad del Decreto.
La Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) en Caracas rechazó el recurso. En un solo plato, le dijo a los habitantes de los territorios en proceso de expropiación que no tienen derecho a decidir sobre sus propios entornos.
La precariedad legal no es la única debilidad que amenaza dar al traste con este experimento de autogobierno, que no de utopía. La más acuciante puede que sea el acecho de los maleantes que se han hecho fuertes en la zona. “Ellos trabajan juntos”, expresa Ángel Blanco, sin reparo en denunciar la alianza entre militares y los «sindicatos», el apelativo que denomina a los grupos armados delictivos que andan por la zona. “Hay que decirlo así, no vamos a tapar el sol con un dedo, es una situación pública. Todo el mundo sabe que ellos pagan vacunas a los mismos militares, a los policías, al ejército. Aquí estamos claros de que los cuerpos de seguridad encabezan a los sindicatos”.
Aunque todos reconozcan el peligro, no todo el mundo parece dispuesto a mencionarlo de manera tan abierta. Dentro de las comunidades indígenas, la connivencia entre las fuerzas militares y las bandas criminales es algo que se comenta con más discreción y temor que enojo. De hecho, aparte de la intervención de Blanco, durante la asamblea en Musukpa las otras alusiones al tema provienen de lugareños que se refieren en son de chanza a las bandas armadas como “agentes del Gobierno” que pagan vacuna a los generales, “a sus jefes, pues, la mafia institucional”.
La sangre llega al río
Aunque desde 2005 se registran hechos de violencia alrededor del surgimiento de grupos irregulares que tomaron las minas en el sector Kilómetro 88 del municipio Sifontes, y El Manteco, en el municipio Piar, al este del estado Bolívar, todos los testimonios coinciden en fechar el punto de quiebre entre el Estado y la comunidad a finales de agosto de 2013. Entonces desapareció Teodoro Osman, originario del sector de Bethel pero que tenía campamento en Musukpa. Su cuerpo se encontró dos semanas después, flotando en el río cerca del salto Uraima, comido por los peces.
Teodoro Osman pagó con su vida una deuda que no debía. Manolo, su hermano, que se había aliado con los forasteros, desapareció sin dejar rastro, pero sí una cuenta pendiente con algún grupo criminal. El cuerpo inerte, hinchado, de Teodoro Osman sirvió de aviso para que los pobladores se enteraran de que en La Paragua ya se aplicaba la ley del “sindicato”.
El 21 de enero de 2014, casi cinco meses después de la muerte de Osman y tras numerosas reuniones internas, los pobladores emiten un informe en Asamblea General, en el que dan cuenta de la presencia de grupos foráneos que portan armamento militar en sus territorios y realizan “extorsión, ultraje a mujeres, amenazas, secuestro y asesinatos”.
Una carta sellada y firmada el 15 de agosto, de la que se obtuvo una copia, da fe de que el director de la policía regional en la zona, Pinto Novis, informó sobre el tema al secretario de Seguridad Ciudadana y director de la Policía del estado Bolívar, Juvenal Villegas. El estado Bolívar es gobernado desde 2004 por un ex general del Ejército, Francisco Rangel Gómez, ficha del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y ministro hasta el año 2000 del gabinete ejecutivo del fallecido Hugo Chávez.
«Los capitanes están solicitando que las autoridades se aboquen a darle una solución a las presuntas irregularidades que están presentando, por los que se hacen llamar Sindicatos Mineros los cuales están cometiendo barbaridades entre las cuales destacan los actos lascivos con las menores, así como también con las mujeres de los mismos capitanes de las comunidades a quienes de igual forma los golpean y maltratan», indica el reporte.
El asesinato de Osman y el deterioro de la seguridad en la zona de La Paragua coincidieron, llamativamente, con el retiro de las fuerzas militares hasta entonces estacionadas allí y el abandono de un punto de control ubicado a metros del Puerto Uraima, donde se encontró el cuerpo.
“Hace 11 meses aproximadamente los funcionaros militares correspondientes al Ministerio para el Poder Popular de la Defensa (M.P.P.D.) cesaron sus funciones en el Puerto Uraima, ubicado en el Medio Paragua, por motivos que desconocemos”, denuncian los 20 capitanes comunitarios en su declaración de enero de 2014. “Desde ese momento se ha estado generando un exagerado éxodo de ciudadanos no indígenas y extranjeros entre nosotros, muchos con antecedentes penales y organizados en bandas delictivas, que ejercen la minería e imponen con violencia una nueva administración de todo lo que allí circula”.
Uraima –puerto, paso, salto e isla– es un punto clave del río. Allí es necesario desembarcar para sortear un raudal que interrumpe la navegación entre el alto y el bajo Paragua. Se trata de un trecho de casi un kilómetro que se recorre en vehículos de tracción en las cuatro ruedas y bordea los rápidos. El lugar también tiene fama como meca mundial de la pesca deportiva, ideal para la captura de la payara (Hydrolycusscomberoides) y el pavón (Cichlaocellaris), entre otras especies de la Orinoquia.
Cerca de Uraima se encuentra la más reciente y productiva bulla, como se conoce a las inmigraciones súbitas y en tropel que ocurren cuando se corre la voz de un nuevo filón de oro. El nombre de la mina es Manaza. Queda rumbo al sur, hacia el alto Paragua, cerca de Musukpa y del abandonado punto de control militar. Manaza es todavía la mina más activa de la cuenca del Paragua. Todos los días siguen llegando aventureros. Pero en 2012, cuando la noticia de su riqueza empezaba a esparcirse, logró atraer a miles de personas. Un enfrentamiento entre grupos armados dejó ese año seis personas muertas. Dos bandas, la de Los 24, por un lado, y la de Marco Polo, por el otro, se disputaban el control de la zona. La refriega forzó a una intervención militar.
Quien tiene la llave de Uraima controla el tránsito por el Paragua, vital para las comunidades ribereñas. En 2013, un incidente allí dejó muy en claro hasta dónde llegaban las ambiciones de las bandas irregulares.
Todo empezó un domingo, concuerdan las fuentes. Un puñado de vándalos acampó en Uraima. Notificado de ello, en el lugar se presentó Andrés Solis, capitán general de La Paragua, quien, junto a otras autoridades comunitarias, pidió a los irregulares que desalojaran la zona. Después de muchos ires y venires, obedecieron, aunque no de buena gana.
A la mañana siguiente, un nervioso grupo de indígenas llegó a la comunidad Meruntöpöy, a la que los capitanes se habían retirado a pasar la noche. Venían con la noticia de que los irregulares habían tomado el puerto por asalto, sometiendo a José Fernando Mejías, el propietario y conductor del vehículo 4×4 que todos los días hace el recorrido de trasbordo a orillas del raudal.
Los maleantes, en vez de atender a la conminación de los capitanes indígenas, en realidad habían salido en busca de refuerzos. Ahora eran 15 y estaban al mando de un colombiano que se hacía llamar Edwin. Como advertencia lucían un arsenal que incluía granadas de mano.
Cerca de un centenar de indígenas, armados con flechas y escopetas, acudieron a reconquistar el puesto. Según testigos, la tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. Pero esta vez la sangre no llegaría al río. Los ánimos se fueron calmando y se logró acordar que, tanto indígenas como “sindicatos”, podían circular libremente por el paso Uraima y trasladar sus utensilios de trabajo y provisiones, siempre y cuando se mostrara respeto por la autoridad indígena y nadie portara armas o, al menos, hiciera exhibición de ellas.
Ciertamente los indígenas no se dejaron amedrentar. Pero para conservar la paz pagaron un precio: negociar el paso por sus tierras ancestrales y franquearlo a los irregulares.
Las comunidades nativas siguen respetando ese status quo. Sin embargo, en su momento no dejaron de informar a las autoridades estatales sobre el incidente y sus consecuencias. Según consta en documentos, hicieron llegar una relación de los hechos al mayor general Marcelino Federico Pérez Díaz, entonces comandante de la Región Estratégica de la Defensa Integral de Guayana (Redi); al jefe de la subdelegación del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC, policía judicial) del estado Bolívar; y al comandante del Regional N° 8 de la Guardia Nacional Bolivariana (policía militarizada, componente de las Fuerzas Armadas), general de brigada Ricardo Pérez Lugo. Nunca obtuvieron respuesta.
Es verdad que los gobiernos de la autodenominada Revolución Bolivariana –una de cuyas banderas es la sensibilidad oficial hacia los pueblos originarios– ha reconocido el problema. Como también lo es que no acierta en proponer e implementar soluciones.
Tres días después del manifiesto hecho público por los indígenas en enero de 2014, el entonces ministro de Interior, Justicia y Paz, el general Miguel Rodríguez Torres, reconoció la existencia de mafias que tomaron las minas, durante una visita al estado Bolívar. “Aquí tenemos un problema, hay algunos grupos que se hacen llamar sindicatos y en realidad son bandas armadas que se dedican a la extorsión”. Durante esa visita, en una jornada que el gobernador Rangel Gómez calificó de “ejemplar”, se prometió la creación de grupos especiales para la “neutralización de esas bandas que están haciendo prácticamente lo que les da la gana”. Pero un año y medio después, la realidad no cambió casi en nada. Todavía en el reciente mes de junio de 2015, Rangel Gómez declaraba que se disponía a ir “con la firme decisión y todas las fuerzas para normalizar una situación que han generado los diferentes sindicatos mineros que tratan de tomar control de la zona con la minería ilegal”.
No es el Buen Salvaje; es el oro
La lluvia no afloja en Musukpa. El viento sopla con furia y amenaza con arrancar la endeble lámina de zinc que hace de techo en la churuata donde se congrega la asamblea. Hasta los perros se apretujan en el centro. Pero el cónclave tampoco se interrumpe.
Gloria continúa recitando en estricto orden cronológico los acontecimientos que dieron lugar a la conformación de Musukpa. Asegura que la omisión y el olvido gubernamental de muchos años, la participación de la autoridad en una red entretejida entre irregulares, militares, políticos, llevó a un despertar de los pueblos. Hace una pausa, se toma un par de segundos, y agrega: “También por la discriminación contra los indígenas que tenían los militares en conjunto con el grupo armado que llaman sindicatos, porque, vamos a decirlo de una vez, ¿quién va a querer trabajar a fuerza de pistola?”.
En la cronología –desplegada a manera de ejercicio oral de memoria colectiva– ocupa un puesto destacado el comunicado del 21 de enero de 2014. Aunque entonces fue el equivalente de un grito de “Ya basta” por parte de la comunidad, terminó siendo una suerte de título fundacional para Musukpa y sus pretensiones sobrevenidas de enclave autónomo. Una suerte de república independiente.
Como en la región empezaba a imponerse, por sobre las normas del Estado venezolano, la ley del más fuerte, el texto incluyó un fragmento que, como después se comprobaría, no fue ni una bravuconada ni una simple amenaza. Los indígenas se preparaban para defenderse a sí mismos. “De no asumir las instituciones de seguridad, nos veremos en la obligación de organizarnos para la defensa de nuestros derechos y combatir la inseguridad en nuestros territorios”, dice el documento. Y también: “Se tomará el Puerto de Uraima en donde se establecerá una brigada de seguridad para fortalecer los mecanismos de seguridad interna en las comunidades”.
Ya en la resolución 001-2001 del 25 de octubre de 2011, emitida por los capitanes de las comunidades indígenas del Paragua alto y medio dos días antes de la toma de Toronó, que dio lugar a la constitución de Musukpa, se hablaba sobre la creación y organización de “brigadas de seguridad” o grupos de autodefensa. Entonces se establecieron tres puntos de vigilancia y control en los accesos de Musukpa.
En enero de 2014, se dio por inminente la conformación de autodefensas. Los indígenas plantearon el mantenimiento de estos grupos por autogestión con aportes económico de comerciantes, transporte fluvial, visitantes, dueños de máquinas, paleros y obreros. En el decisivo documento de esa fecha argumentan que los pueblos indígenas tienen un derecho de autonomía que les permite asumir su propia seguridad y justicia comunitaria. Dejan claro que la acción nace del vacío institucional, el abandono y la omisión de las autoridades de ejercer sus obligaciones en materia de procuración de justicia y seguridad. Y destacan: “Ratificamos nuestro deseo de que nuestras tierras y comunidades no sean refugios de delincuentes, mucho menos que la llenen de sangre, queremos ser hombres y mujeres libres e independientes”.
No se trata, de cualquier modo, de un fenómeno exclusivo de Venezuela. En México, los indígenas y campesinos de los estados de Michoacán y Guerrero, acorralados entre los cárteles de la droga, tomaron las armas para defenderse del crimen organizado que acosa a sus comunidades, en donde el incremento de la violencia y de las violaciones a los derechos humanos ha desdibujado totalmente la legitimidad del Estado.
Y el ejemplo de Musukpa resultó contagioso en Venezuela. Dos años después de la toma de Toronó, más al sureste, en la Gran Sabana, los pemones volvieron a desarmar a efectivos militares venezolanos que los sometían al pago de diezmos o vacunas en la zona de Ikabarú.
Ahora en zonas de la Gran Sabana, como los sectores cinco y seis, hay brigadas locales de seguridad. En Santa Elena de Uairén, la gran localidad del sur del estado Bolívar, vecina de la brasileña Boa Vista (estado de Roraima), se habla de conformar rondas comunitarias. La última semana del pasado mes de julio hubo una reunión en la Gran Sabana, de la que surgió la idea de una futura universidad aborigen de la seguridad.
De que el tema prenda en la región alguna responsabilidad tiene Alexis Romero, el dirigente comunitario pemón que en octubre de 2011 fue de la Gran Sabana a ayudar a que los tomistas de Toronó, la futura Musukpa, negociaran con éxito frente al Gobierno y el Ejército.
Romero pagó un precio alto por su asesoría: fue el único de los cinco capitanes imputados que terminó en prisión por el alzamiento contra las autoridades militares. Estuvo confinado en el Centro Penitenciario de Oriente, mejor conocido como La Pica, a las afueras de Maturín, capital del estado Monagas. Tras varios días de reclusión, el preso político recibió un inesperado indulto presidencial de Hugo Chávez Frías. De todas maneras, todavía hoy parece recluido. Ni siquiera sale de la Gran Sabana. Aunque debe presentarse cada 15 días ante un tribunal en Ciudad Guayana, a 720 kilómetros de distancia, advierte que no puede pagar esos viajes.
Romero, que habla por teléfono desde la comunidad de Maurak, en la Gran Sabana, aconseja prudencia para valorar lo que pasa entre los pemones en materia de seguridad comunitaria. Primero, para que no se confundan las iniciativas locales con otras formas en boga durante los últimos años, como los llamados colectivos o los grupos paramilitares. Teme que la confusión sirva en algún momento para criminalizar el movimiento autóctono en ciernes: “Intentar imitar modelos que nacen desde el Estado es un fracaso, una equivocación, nosotros tenemos que desarrollar nuestro procesos de organización desde nuestras propias estructuras”. Luego, para que no se idealice la situación. No se trata ya del estado virginal del Buen Salvaje, sino de supervisar una actividad extractiva que depreda la naturaleza y la moral colectiva. Es el demonio del oro. “Todo es dañino por mas artesanal que se intente hacerlo”, advierte el líder de 49 años de edad. “Es muy difícil sostenerlo cuando el indígena, sobre todo, el pueblo pemón, conoce la minería no artesanal que se ejerce con máquinas hidráulicas, y la facilidad que brinda. Volver al pasado es muy difícil”.
Con idéntica fatalidad –o realismo– juzga desde Caracas la situación el antropólogo Esteban Mosonyi: “Los indígenas son mineros porque nadie los ha apoyado en ningún otro tipo de actividad. Ahora predominan ciertos intereses e incluso necesidades que los obligan a convivir con la minería. Ellos han solicitado ayuda para el turismo, ayuda para la agricultura, actividades económicas normales y nunca han recibido apoyo, y cuando surge alguna iniciativa no tienen consecución”.
En Musukpa, donde muchos jóvenes son reservistas y bachilleres, pocos, sin embargo, se muestran dispuestos al trabajo comunitario, base de la propia existencia de la colectividad indígena. “Como no es un trabajo remunerado, para cubrir la necesidad se dedican a ser mineros”, es el lamento con que Gloria Lucila Morales cierra su relato. “Es la triste expresión que diagnosticamos”. (María Antonieta Segovia (*), Armando.info)
(*) Este reportaje fue desarrollado a lo largo del Diplomado de Periodismo de Investigación, que dicta el Instituto de Prensa y Sociedad (IPYS) en alianza con la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB).