Al lado del cordial aviso, el 28 de mayo en la noche, cayó Juan Barrios. El cadáver del hombre quedó tumbado cerca de una laguna pequeña: durante horas fue disimulado por la maleza y maltratado por ese sol que no es para vivos ni muertos. Este es el último episodio de un relato de exterminio que, sistemáticamente, ha ido desmembrando a una familia en un pueblo en el sur de Aragua, casi llegando a Barbacoas.
Quienes explican alguna dirección en Guanayén a veces usan como referencia geográfica los lugares donde se desplomaron los siete miembros de la familia Barrios; los lugares que remiten a sus siete historias. Es una peregrinación sombría: a Benito lo sacaron de su casa, justo detrás de la escuela y apareció muerto en Barbacoas; Narciso cayó junto a lo que es hoy la licorería Mi Refugio, a orilla de la carretera; Luis, en la puerta de su casa, al fondo de Las Casitas; a Rigoberto, un muchacho de 16 años de edad, le dispararon al lado del módulo de Barrio Adentro; a Óscar, frente al Club San Francisco de Cara; a Wilmer cerca del río Guárico y a Juan en el sitio más premonitorio: el letrero de bienvenida.
Trece años después del primer asesinato, el de Benito, los Barrios no saben quiénes ni por qué han matado a su gente. Tienen serias sospechas, pero no hay ninguna decisión firme de un tribunal venezolano sobre los responsables de los hechos y las investigaciones se detienen durante años, recomienzan tímidamente o caen en archivo fiscal por falta de pruebas.
Un eje de impunidad ha atravesado a dos generaciones de un mismo apellido, a pesar de los oficios de grupos nacionales de derechos humanos que han luchado dentro y fuera del país para evitar que continúen los asesinatos. También a pesar de que a partir de 2004 tanto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como la Corte, le otorgaron al grupo familiar medidas provisionales y cautelares de protección que debía cumplir el Estado venezolano, pero que han sido ignoradas. Bajo la vigencia de esas medidas asesinaron a otros cinco familiares. No ha habido fuerza humana capaz de parar esto.
En el sector Las Casitas de Guanayén, en el municipio Urdaneta, los Barrios son vecinos conocidos, pero nadie quiere hablar abiertamente de ellos.
Las Casitas es de esos sitios que no haría voltear a nadie que vaya por la vía, porque resume un paisaje calcado decenas de veces en los Llanos Centrales: cuatro calles, casas de bloque pintadas de colores con sillas de plástico tejido en los porches, bodegueros que atienden por una ventana, venta de helados caseros, licorería, club social, Barrio Adentro, escuela precaria, manga de coleo, chivera, cauchera y mucha gente en bicicleta. Es un pueblo iluminado, donde por las calles ruedan más mangos que carros y la gente espera a que se apague el calor de la tarde para salir a conversar sin tanta modorra.
En este lugar vivían todos los Barrios, pero hoy sólo quedan tres viudas y sus hijos. El resto ha tenido que separarse de sus parientes, perder sus trabajos y tratar de restaurar sus vidas lejos de Las Casitas, como desplazados de una guerra interna.
Benito, Narciso, Luis.
Todo comenzó con Benito. El 28 de agosto de 1998, 14 días después de haber cumplido 29 años de edad, fue ingresado sin signos vitales en el ambulatorio de Barbacoas. Tenía 2 heridas de bala: una en el pecho y otra en el abdomen. Al centro de salud lo llevaron funcionarios de la Policía de Aragua, según el acta del Cuerpo Técnico de la Policía Judicial.
Benito vivía con Dalila Ortuño y tenía dos hijos: Jorge Alberto Barrios y Carlos Alberto Ortuño. Los niños entonces de 10 y 7 años de edad fueron testigos, junto con su tío Luis Barrios, cuando varios integrantes de Poliaragua entraron en la casa familiar y golpearon a su padre, para después llevárselo. Jorge corrió a la casa de su abuela, Justina, para avisarle.
Allí estaba el primo Víctor Cabrera Barrios, que salió a la calle y vio que a Benito se lo llevaba una patrulla pick-up de la policía. La próxima vez que la familia supo de él ya tenía dos tiros encima.
La casa de Justina donde vivió hasta hace varios meses su hijo Pablo, el único sobreviviente de los varones está ahora abandonada. Ni la reja roja, ni la puerta tienen cerradura. Un afiche de Hugo Chávez con boina y uniforme militar es la imagen de recepción.
En el suelo quedaron unos jeans sucios y un par de escardillas. «Este cuarto es propiedad privada de Pablo», se lee en una de las habitaciones. Dos guacamayas de madera, un espejo y unos anteojos correctivos cuelgan en la pared de la sala, adonde entra una inesperada brisa fría que no alegra, sino asusta.
«Aquí velaron a Juan», dice una muchacha del pueblo que hace de guía. Varios bombillos están encendidos: el último que se fue de ahí no apagó la luz.
De Benito se dice en el pueblo que era peleón. Lo ratifica la herida en la ceja que muestra uno de los lugareños. Su hermana Eloísa, el motor que ha promovido las denuncias por la muerte y agresiones a sus familiares lo recuerda como «buena persona, trabajador del campo, pero a veces se molestaba cuando tomaba». Benito estuvo preso por una pelea con un hombre. «Fue la única vez que lo metieron en la cárcel. Pero para la policía cuando uno cae preso después no tiene derecho a la vida».
En los documentos del juicio se puede leer la versión de la policía, que asegura que recibió «un gran número de denuncias» por delitos contra las personas, la propiedad y el orden público cometidos por Benito.
Poliaragua sostiene que murió en un enfrentamiento.
Los funcionarios involucrados en este caso siguen en ese cuerpo de seguridad, han vuelto a ser destacados en la comisaría de Guanayén y han recibido ascensos, según aseguran los Barrios y aparece en el expediente del suceso.
2003 fue un mal año para ellos. Luis y Narciso tenían en Las Casitas un negocio llamado El Picaflor. Vendían víveres y licor. El 28 de noviembre fueron al local 2 policías estadales, adscritos al comando de Guanayén y, de acuerdo con la denuncia hecha por la familia en la Fiscalía de Aragua, hubo un «cruce de palabras» entre uno de los funcionarios y Narciso.
Horas más tarde varias patrullas y al menos 15 funcionarios allanaron, sin orden judicial, 4 casas. Las de Brígida, Justina, Elvira y Luis Barrios.
De acuerdo con la denuncia presentada por la familia en la Fiscalía Superior del estado Aragua, de cada vivienda se llevaron televisores, ventiladores, bicicletas, documentos y dinero. A todos los agredieron verbalmente. Pero al que le tocó la peor parte fue a Luis: le prendieron fuego a la casa donde vivía con sus hijos pequeños y su pareja. Como eran menores de edad, la denuncia también fue puesta en la Defensoría del Niño, Niña y Adolescentes de Aragua.
El 11 de diciembre, la policía detuvo a Jorge, hijo de Benito.
Su tío Narciso fue con otro sobrino, Néstor Caudi Barrios, a buscar al muchacho. Los funcionarios lo dejaron libre, pero dispararon nueve veces contra Narciso. Este relato se lee en la comunicación presentada el 1º de marzo de 2004 por los Barrios ante la Fiscalía Superior de Aragua.
Narciso tenía 23 años de edad y dejaba huérfanos a Annarys Alexandra y a Benito Antonio.
Varios miembros de los Barrios han sido testigos de las agresiones y amenazas a sus parientes, y conocen la identidad de los funcionarios policiales que supuestamente participaron en los hechos. Ésta podría ser una de las razones por las cuales parecieran estar marcados dentro de Guanayén.
Como en el caso de Benito, en el de Narciso la Comisión Interamericana considera que hay varios elementos reveladores de un contexto de persecución contra la familia Barrios. «Los hechos del caso se enmarcan en el contexto más general de ejecuciones extrajudiciales en Venezuela por parte de las fuerzas policiales regionales», se lee en un comunicado de agosto de 2010 de la Comisión Interamericana. En ambos hechos el Estado venezolano no ha presentado pruebas de que Benito o Narciso portaran un arma o hubieran disparado.
Datos del Ministerio Público revelan que entre 2000 y 2007 se recibieron 6.405 denuncias de hechos extrajudiciales (torturas, desapariciones forzadas y asesinatos) que involucran a 7.200 víctimas, un promedio de 900 por año.
El 22 de junio de 2004, la Comisión Interamericana otorgó la primera medida provisional para proteger a los Barrios, después de conocer los dos asesinatos cometidos presuntamente por la policía.
Tres meses después, el 20 de septiembre, Luis llegó a su casa en la tarde con dos caballos que traía de la finca donde trabajaba. Antes de acostar a sus niños escuchó que lanzaban una piedra sobre el techo de zinc. Salió a revisar, pero no vio a nadie. Al rato oyó el mismo el ruido: apenas abrió la puerta le dispararon en la cara. Ese día cumplía 27 años de edad y su esposa tenía 7 meses de embarazo.
De acuerdo con los testigos, los autores fueron unos hombres encapuchados, vestidos de negro, que se trasladaban en motos, oscura modalidad que se repitió en el resto de los casos.
Hoy la casa está cerrada. La vecina más cercana dice que está recién mudada y que no sabe mucho. El expediente fue archivado por falta de pruebas, como están más de la mitad (50,98%) de los casos en materia de derechos fundamentales trabajados por el Ministerio Público, según su informe de 2009.
«Ellos no eran malandros, sino gente como uno, personas normales, campesinos, pero quedaron traumatizados por la muerte de su hermano Benito. Yo no sé cuál es el problema con ellos, ni ellos deben saber quién los mata», señala un vecino de Las Casitas, sentado en el porche, en shorts y alpargatas.
Eloísa.
La familia Barrios (7 mu- jeres y 5 hombres, de los que sólo uno sobrevive) llegó hace 22 años al sector a Las Casitas, provenientes de San Casimiro. El padre, Brígido Solórzano que reconoció a 2 de los 12 hijos que le parió Justina Barrios era agricultor, como casi todos en esa región de siembra próspera de voluptuosos tomates, pimentones, ajíes dulces, cebollas y lechosas.
Eloísa Barrios tiene 45 años de edad. Llegó a Las Casitas a los 13, pero se fue de allí huyendo de la violencia. En el nuevo hogar guarda las fotos de sus hermanos y sobrinos muertos.
Sabe la crónica de memoria.
La narra con nombre y apellido, con el coraje de no ocultar el rostro ni el miedo.
Por su meticuloso esfuerzo para denunciar cada amenaza, cada golpe, cada herida, cada injuria, es que este caso ha prosperado en instancias internacionales. Pero también, piensa ella, es precisamente gracias a esa vehemencia que se han ensañado contra los suyos.
Son casi las 4:00 de la tarde y llueve. La luz, que se había ido, acaba de llegar. «Como somos personas pobres no tenemos derecho a que se haga justicia.
Nos catalogan como gente ignorante, gente de campo, y se creen que pueden hacernos lo que les dé la gana porque eso es monte y culebra», dice Elvira mientras se mira las manos y se seca el sudor de la frente.
Ni ella ni su familia han sido beneficiados por la protección ordenada por la Comisión Interamericana. En este caso, por ser la policía parte de la investigación, fue designada la Guardia Nacional para ejercerla. «Dicen que no tienen carro, que no tienen recursos para cuidarnos. Y como nadie los obliga», lamenta.
La Fiscalía 14, la 20, la de Atención a la Víctima, la Superior. Eloísa conoce un rosario de instancias judiciales en las que no ha logrado casi nada. Y ahora, para abultar las diligencias, se suma el caso de Juan.
«Él vivía fuera del pueblo, pero volvió a ver a sus hijas. Después de que le dispararon el cuerpo estuvo bajo el sol como 12 horas. Lo dejaron podrir. Yo no lo quise ver».
Elvira cree que detrás del exterminio de los Barrios está la policía. «En los casos de Benito y Narciso hubo testigos, en los demás lo digo por la cantidad tan grande de amenazas que hemos recibido. Cada vez que se acerca la fecha de alguna audiencia yo sé que corro peligro.
A uno lo que le queda es huir, como si uno fuera el delincuente», señala y revisa una libreta negra en la que lleva años anotando nombres, datos, fechas de este inventario ineludible.
Relee algunas páginas y dice, todavía sorprendida: «Esto se cuenta y no se cree».
Rigoberto, Óscar, Wilmer.
La reja negra está abierta y nadie vigila la entrada. El cementerio de Guanayén es un rectángulo pequeño con piso de grava y cemento, cercado por paredes de bloque, a orilla de la carretera nacional. El único que camina por allí es un anciano magro con camisa blanca, sombrero negro, pico y pala. Es el sepulturero que cava las fosas y cuida la paz de los muertos.
Ahí están enterrados los siete miembros de la familia Barrios.
Benito, Narciso, Luis, Rigoberto y Óscar fueron dispuestos en una misma hilera. Para Wilmer y Juan no quedó espacio y debieron enterrarlos varios pasos más allá. La tumba del último todavía no tiene cruz ni nombre: sólo una lámina de zinc y cuatro flores secas.
De día, el pueblo Las Casitas de Guanayén a 5 minutos del cementerio parece inofensivo.
De noche y los fines de semana el ambiente se enrarece. El caso de los Barrios no es el único.
«A ella le mataron 2 hermanos», «A unos vecinos les mataron 4», «La cosa es complicada porque no se sabe quién mata», «Hace rato que yo no veo policías patrullando», «En la manga hacen unas fiestas en las que viene gente de afuera y como ahora nadie discute sino que se cae a tiros». Es el coro de testimonios de los habitantes del lugar.
En un banco frente a la modesta estación de policía están un agente y un cabo II. En la puerta hay un vehículo particular, porque no tienen patrulla. «Tenemos que pedir apoyo a la delegación de Barbacoas», dice el agente Leonardo Andrade.
Sobre la medida de protección a los Barrios dan pocos datos. «No hemos visto a ningún guardia nacional por aquí.
Nosotros evitamos tener roce con ellos por lo que dicen de la policía», agrega con cuidado de no entrar en detalle. Cuando murió Juan, hace casi un mes, ninguno de los dos dice haber estado de guardia.
En Guanayén creen que hay razones para guardar silencio.
No tienen mucho qué decir de Óscar, que estaba viviendo en Valencia y fue al pueblo para asistir al cumpleaños de su suegra y a un juego de softbol; ni de Wilmer, hermano de Rigoberto, que tenía poco tiempo de haber regresado. En lo que todos coinciden es en lamentar especialmente la muerte de Rigoberto »el pana Rigo», dice en la cruz cuando tenía 16 años de edad. El expediente del caso del muchacho está en la Fiscalía 20 del estado Aragua, enterrado en una gaveta.