El diagnóstico sobre la situación en las cárceles en Venezuela en la última década sigue arrojando una conclusión común, a saber, que en la mayoría de los centros de reclusión persisten condiciones infrahumanas y se registra una violación generalizada de derechos humanos. Pese a la persistencia de este diagnóstico, a partir de la implementación del Código Orgánico Procesal Penal (COPP), en 1999, se han registrados algunas variaciones en los indicadores de la violencia carcelaria, hacinamiento y la proporción de reclusos procesados y penados.
A finales de 1998, la situación se mantenía adversa para el resguardo de los derechos de las personas privadas de libertad, y entre los indicadores encontramos que, según cifras oficiales, 1998 registró el mayor número de víctimas de la violencia carcelaria en los últimos cinco años: 471 reclusos muertos y 2.014 heridos1. Para entonces, el hacinamiento se ubicó por encima del 50% de la capacidad instalada de las cárceles2.
En 1999, el inicio de un nuevo período constitucional y la entrada en vigencia del COPP implicaron cambios en el mapa de la situación carcelaria. El nivel de hacinamiento y la tradicional relación de un mayor número de reclusos procesados (es decir, en espera de una sentencia), que penados, registraron variaciones significativas. Entre agosto de 1999 y agosto de 2000, el total de la población reclusa acusó un descenso de 38%; y por primera vez, al menos en la última década, la relación entre reclusos procesados y penados se invirtió, para un total, en agosto de 2000, de 55,35% de reclusos penados. Asimismo, en cifras globales no se registró hacinamiento, y la población ocupaba el 84% de la capacidad instalada en los recintos carcelarios. Vistas las cifras sobre los reclusos muertos y heridos en hechos violentos entre los años 1998 y 2001, se observa una disminución sustancial: 52% en el renglón de muertos y 61% en el de heridos.
A la par de estos cambios, la situación de las condiciones de reclusión y el resguardo de los derechos humanos sigue en una situación crítica para la mayoría de los reclusos, en especial los derechos a la vida y a la integridad personal. Las denuncias sobre la insalubridad; la ausencia y deficiencia en el acceso a servicios básicos; la aplicación de maltratos físicos y vejaciones como imposición de disciplina; las prácticas denigrantes y las vejaciones que sufren los familiares y visitantes de los centros de reclusión; una infraestructura, que en muchos casos, atenta contra la seguridad de reclusos y autoridades; las deficiencias de los operadores del sistema de administración de justicia en los procesos judiciales y aplicación de beneficios; el comercio de bienes y servicios escasos y de los ilícitos dentro de los recintos, continúan presentes en la agenda carcelaria.
La contundencia de las deplorables condiciones de reclusión opacan los cambios positivos que se registran; y aún con el descenso en las víctimas de la violencia carcelaria, la cifra sigue siendo elevada. En el año 2001, se registró un promedio 20 muertes violentas al mes al interior de las cárceles.
Es probable que el reiterado diagnóstico sobre la situación de las cárceles en Venezuela, haya contribuido a que se hagan invisibles los cambios, favorables o desfavorables, que allí operan. Así, desde hace una década la fotografía es la misma, y la receta de solución, asimismo, invariable. Desde esta perspectiva, no es posible reconocer cambios en los sujetos de su acción.
A la pregunta más obvia ¿porqué las políticas y medidas implementadas y propuestas en los últimos 12 años no han logrado revertir las realidad penitenciaria en Venezuela?, se responde haciendo referencia a problemáticas harto identificadas y señaladas; una de ellas la violencia. Precisamente, las medidas adoptadas para enfrentar la violencia carcelaria nos ilustran sobre cómo la dificultad para percibir los matices, deriva en que los efectos de la trama que allí se teje, sean tomados como sus causas.
Así, se configura un engrana je en el que el cuestionado funcionamiento de las cárceles, se enfrenta con medidas que contribuyen a que este siga operando tal cual está: se reorganizan las prácticas que se buscan eliminar. Luego de varios años en torno a un balance más o menos común, cabría preguntarse en qué lógicas o racionalidades sociales, económicas y culturales se inscriben las prácticas identificadas, y de la que participan todos los actores; y cuáles son los beneficios que ellas producen a los distintos actores involucrados.
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Vicmar Morillo Gil
Investigadora de Provea