Más de 300 personas tienen 20 años padeciendo la indolencia de las autoridades y la inclemencia de las enfermedades. Esperan ser indemnizados por el Estado. Son las víctimas del hospital de Maracay.
Más de 20 años han pasado desde el 20 de marzo de 1993.
En este tiempo muy poco se ha saciado el anhelo de justicia de decenas de personas que ese día resultaron afectadas, tras inhalar una mezcla de gases tóxicos, que menoscabó severamente la salud de todos los que estuvieron expuestos a los químicos.
Tras dos décadas a la espera de respuestas satisfactorias, lo que sí ha cambiado de forma radical ha sido la salud de los empleados y pacientes que se encontraban para ese momento en el interior del hospital José Antonio Vargas, ubicado en el sector La Ovallera, al sur del estado Aragua.
Sus cuadros clínicos con el paso de los años se deterioran inexorablemente, mientras esperan indignados las respuestas del Estado, que en todo este tiempo sigue sin decir presente.
Solo paños de agua tibia han intentado calmar el clamor de más de 300 personas que ven cómo cada día en su vida es un nuevo logro, al mismo tiempo, que agradecen 24 horas más al lado de sus seres queridos.
Elsa Torres reside ahora en Portuguesa, desde hace más de 15 años.
Su psiquiatra le recomendó alejarse de Maracay, para superar en la medida de lo posible las afecciones psicológicas del incidente, mas no las físicas, que son progresivas e irreversibles.
En 1996 descubrió que la exposición al contaminante no pasó desapercibida en su cuerpo.
Desde ese momento lucha por tratar de vivir dignamente y en lo posible con calidad. No pudo trabajar más y llegó a depender de una silla de ruedas.
“¿Sabes lo que es ser cabeza de familia, tener dos trabajos, estar terminando una carrera, tener una hija, ser sostén de mi casa y que —de un momento a otro— no puedas ni siquiera bañarte tu sola? Yo tenía una vida estresante, sanamente estresante, y ahora tengo 17 años que no trabajo”, asegura, a través del hilo telefónico, la mujer que hace 20 años laboraba en el servicio de la sala de partos del centro asistencial de La Ovallera.
El día que se produjo la intoxicación masiva en el interior del hospital no había agua.
Las autoridades del centro de salud autorizaron una fumigación de la zona del depósito y del comedor para evitar roedores y otro tipo de animales, en general.
Al mismo tiempo, se llevaba a cabo la limpieza de los ductos del aire acondicionado. Dos empresas eran las responsables de tales actividades. Nada anormal parecía suceder, más allá de cierto olor penetrante, que era achacado a la misma fumigación.
Elsa trabajaba en el hospital José Antonio Vargas desde su inauguración, en 1988.
Ya tenía cinco años al servicio del centro adscrito al Instituto Venezolano de los Seguros Sociales. Cubría el horario nocturno y su área de labores era el pabellón. Era personal administrativo, estaba al tanto de las historias médicas.
Para el momento que llegó a su trabajo ya se sabía que algo irregular estaba pasando en las instalaciones.
Se había ordenado transferir las emergencias a otras instituciones de salud del Estado y no se podían realizar intervenciones quirúrgicas, porque los “pabellones estuvieron contaminados en la tarde”.
“Nosotros teníamos como costumbre que una de las enfermeras salía y compraba la cena de todas. Ese día me tocó a mí, cuando iba hacia la calle una compañera me comentó que una enfermera había presentado un paro respiratorio y —aún sin salir de mi asombro—, me enteré de otra que también había requerido asistencia médica por presentar graves problemas respiratorios”, indicó la mujer, quien recuerda que la crisis comenzó como a las 8 y 30 de la noche.
Una imagen que se mantiene fija en la mente de Elsa es la de un compañero, anestesiólogo, que entubó a 15 personas antes de caer desmayado.
La emergencia se había apoderado de todo el centro de salud y las autoridades no aparecían.
“Un médico llamó a su hermano, militar, que estaba destacado en la Base Área Libertador. Le dijo: ‘se me está cayendo el hospital y no sé qué pasa, por favor ayúdame’.
Los primeros en llegar fueron los militares. La directora se presentó al día siguiente. Durante toda la noche no contestó las llamadas”, dice la víctima con gran indignación.
Explica que jamás les indicaron qué estaba ocurriendo, ante qué sustancias fueron expuestos, a pesar de que la Facultad de Farmacia de la Universidad Central de Venezuela se ofreció a tomar muestras, para determinar el tipo de componente que había provocado la intoxicación masiva, pero “el silencio y el secreto” era necesario e imperativo para los directores del hospital.
Ella, como muchos otros de sus compañeros, requirió asistencia médica.
Fueron trasladados al hospital San José, de Maracay, cuyos médicos se encontraban de paro, las áreas de hospitalización estaban vacías y solo estaba operativa la emergencia.
El hospital recibió a gran parte de los afectados.
“En este centro nos ayudamos unos a otros, incluso nos colocábamos el tratamiento. Todos recibimos en gran parte lo mismo: esteroides. Ahí duré 10 días y luego para mi casa y mi trabajo”, explica la mujer, que a los tres años descubrió la verdad y sus consecuencias.
El hallazgo de nueve hernias discales fue la antesala a toda una serie de patologías con las que tendría que empezar a luchar, antes de cumplir los 35 años de edad.
Hoy, gracias a múltiples estudios, conoce que su organismo estuvo expuesto a hidrocarburos, metalones, fenoles y piretrinas.
La limpieza de los ductos de aire se realizó con soda cáustica, la cual corroyó la fibra de vidrio de los ductos y esto provocó la emanación de ciertos gases, debido al compuesto químico empleado para la limpieza.
Así se puede leer en la sentencia del 21 de julio de 2009, de la Sala Político Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia, acto mediante el cual el máximo tribunal del país acordó “parcialmente con lugar” las exigencias de las víctimas representadas por Provea, ordenando su indemnización, cuyos montos fueron calculados entre 150 mil a 250 mil bolívares, dependiendo del afectado, y la asistencia médica prioritaria a las personas con dolencias.
La celebración tras 16 años de lucha poco duró. A los seis meses la Sala Constitucional, basada en simples formalismos, revocó la decisión y ordenó el reinicio del proceso, a la fase de notificaciones de las partes.
Los representantes del Estado siempre han señalado que la responsabilidad de lo ocurrido corresponde a las empresas que esos días realizaron los trabajos de mantenimiento: sociedades mercantiles Arista Centri Servicios, C.A. y Enterprise S.R.L, y no al Ivss.
Mientras tanto, la salud de Elsa Torres y la de decenas de compañeros continúan en un proceso degenerativo. En la actualidad sufre graves problemas respiratorios.
La exposición a los contaminantes le produjo mutaciones de su ADN, microinfartos cerebrales, descalcificación de los huesos, envejecimiento prematuro de las vísceras, el corazón trabaja a un ritmo más acelerado de lo normal, infarto de las uñas de manos y pies, un sistema inmunológico deprimido, que no registra los síntomas normales de las enfermedades y, al igual que el 90% de las mujeres expuestas a los químicos, debió ser sometida a una histerectomía a temprana edad, como Glenys Pérez, quien continúa la lucha desde Maracay.
La afectada, que prepara una nueva manifestación, ante el Inpsasel, para exigir la incapacitación de los trabajadores afectados por la intoxicación, asegura: “a mí me robaron el derecho a ser madre”.
A los 25 años le diagnosticaron una fibromatosis gigante, lo que obligó a la extirpación del útero.
Hoy en día sabe que está a merced de un infarto, un edema cerebral o de un cáncer fulminante, como lo han padecido mucho de sus antiguos compañeros de trabajo.
“Con 45 años las arterias se me están tapando, sufro de problemas renales, del corazón, de la tensión, soy diabética, sufro envejecimiento prematuro de los órganos, hipotiroidismo, tengo problemas de orientación y graves afecciones respiratorias. Hay días que no puedo ni levantarme de la cama, es como si me sacaran las pilas”, explica la mujer, quien trabajaba como enfermera en el área de quimioterapia del hospital José Antonio Vargas.
Ella no estuvo expuesta de forma directa a los gases, cuando llegó al hospital ya estaba decretada la emergencia, fue transferida al San José para atender la incidencia.
Sin embargo, equipos y lencería del centro de salud de La Ovallera también fueron dirigidos al centro de salud de Las Delicias y así entró en contacto con el material contaminado.
A las pocas horas estaba interna en la dependencia, recibiendo asistencia médica.
Elsa y Glenys están conscientes de su cuadro médico y de sus expectativas de vida, como muchos otros de sus compañeros.
“Sabemos a qué atenernos, aquí estamos tratando de sobrevivir, muchos de nuestros compañeros han muerto de cáncer fulminantes o paros respiratorios”, explica Torres, cansada del abuso del poder.
En forma de sentencia, Pérez recuerda al único bebé sobreviviente, nacido ese día en el hospital, Jonathan Ladera.
“Yo por lo menos me divertí 23 años de mi vida, pero este niño no tuvo tiempo de nada. Hoy vive encerrado, aparte del mundo, es retraído, sufre graves complicaciones, sin que nadie lo ayude, tiene la piel como un reptil y la apariencia de un niño de 12 años, cuando es un joven de 20”.
Todos los demás neonatos, nacidos ese día, murieron a las pocas horas de haber estado expuestos a los químicos.
Diversas manifestaciones se han realizado en 20 años, tratando de llegar a la médula del Estado, pero han sido en vano.
Con salarios de dos mil 500 bolívares —en muchos casos— deben hacer frente a gastos de miles de bolívares mensuales solo en tratamientos y consultas médicas.
“Son peores que Shakira, ciegos, sordos y mudos”, dice con amargura una de las víctimas de la indolencia. (Sabrina Machado, Diario Panorama, 17.06.13)