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Eloína Martínez se hizo abuela viviendo en un refugio. Llegó con una niña de un año en brazos, cuando se derrumbó su casa en Roca Tarpeya después de un aguacero. Era 1989 y ella rozaba los 20 años de edad. El niño de ojos llorosos que carga ahora es su nieto, hijo de su segundo hijo, que nació y creció en el refugio. Las autoridades de la entonces Gobernación del Distrito Federal le dijeron que pasaría entre 15 días y 3 meses en el Bazar Caracas, un local que está ubicado en la avenida Sucre de Catia, a pocas cuadras del 23 de Enero y del Palacio de Miraflores.

A los damnificados de Roca Tarpeya se le sumó un grupo de afectados por la tormenta Bret, que golpeó a Venezuela en 1993. Los que tienen menos tiempo en el refugio ya cumplieron 15 años allí. Daisy Andarcia es una de las víctimas a causa de la tormenta; llegó de la mano de su mamá, cuando aún era una niña. Ahora está casada, tiene tres hijos y el cuarto está en camino.

Dentro del Bazar Caracas hay habitaciones con paredes de bloques, otras de cartón piedra. Hay huecos en los techos, filtraciones y el olor penetrante de una cloaca cercana. Dos afiches del presidente Hugo Chávez. Las zonas del refugio están divididas por letras de la A a la E y los estrechos pasillos son como las veredas de un barrio, sólo que este se encuentra bajo techo, dentro del viejo local que en los años setenta fue una famosa tienda por departamentos. En la fachada hay una quincalla ­vende desde lubricantes para carros hasta papel toilet­ que atiende un refugiado, además de un puesto de empanadas y CD quemados que está a cargo de Eloína.

«Hay angustia de que adjudiquen a los nuevos damnificados y nos dejen por fuera a nosotros. Sabemos que hay muchos afectados por las lluvias, pero hay temor en las familias que tenemos años luchando y hemos soñado con este proyecto de viviendas», dice la mujer, que enseguida muestra el terreno al lado del refugio, que pertenecía a la Cantv y servía de estacionamiento. Desde hace 5 años, después de reuniones con varios ministros y de cartas que recorren la escalera de la burocracia, manejan un proyecto para construir 2 edificios allí, para dar viviendas a las 55 familias que habitan el refugio. Hace 8 meses Chávez aprobó los recursos y en diciembre comenzó el movimiento de tierra.

Pero los «nuevos damnificados» ­los afectados por las lluvias de noviembre y diciembre­ han estado merodeándola, atendiendo al llamado presidencial de buscar galpones y terrenos baldíos para construir las viviendas que hacen falta.

«En el ministerio ya nos dijeron que esos son para nosotros», agrega Eloína, para insuflar la confianza. «Hemos ido a todas las caravanas del Presidente a llevarle cartas».

El censo de 2001 contabilizó 4.153 refugios, una categoría de vivienda que por primera vez entraba en el padrón, luego de la tragedia de Vargas; 8 de cada 10 están en áreas urbanas.

Después de las lluvias recientes, hay 130.000 personas en albergues a lo largo del país.

Especialistas advierten que sólo si se brinda a los damnificados las herramientas para que recobren su autonomía, superarán los efectos de la emergencia. Alertan que si, por el contrario, son cada vez más dependientes de la ayuda estatal y permanecen largo tiempo en los refugios, la violencia y las consecuencias del malestar social no se harán esperar.

Vulnerables

¿Por qué esperar 21 años en un refugio? «Comprar una casa es muy costoso para quien gana un sueldo mínimo. Aquí hay muchas madres solteras. Yo tengo cuatro muchachos, dos de ellos en la universidad. Y vendo empanadas», responde Eloína.

Daisy, que duerme en una habitación con su esposo ­actualmente desempleado­ y sus tres hijos, dice que con lo que gana él como soldador y ella cuidando niños se hace cuesta arriba comprar una vivienda.

Para escribir el libro Poder y catástrofe, sobre la tragedia de Vargas, la socióloga Paula Vásquez Lezama visitó refugios entre los años 2000 y 2005. Recuerda que mujeres y niños son mayoría en esos lugares.

«Durante mis trabajos de campo pude visitar refugios completamente invisibles, que nadie sabía que existían, ni siquiera los vecinos; marginados y abandonados. En esos espacios se vive en condiciones terribles». Cree que los mecanismos institucionales para atender a los damnificados deben buscar que los afectados recuperen su autonomía ­su rutina, su empleo­. «Los refugios son espacios que albergan a una población vulnerable y de atención prioritaria».

Futuro incierto

Han pasado 2 décadas, 6 ministros de Vivienda en los últimos 12 años y, a pesar de la situación por la que atraviesan, Eloína y Daisy confían en que esta vez sí serán beneficiadas. Menos esperanzas tiene Nora, una morena de 23 años de edad a la que una pequeña le hala la pierna.

Están en una habitación del refugio en la sede del Inces en el 23 de Enero; junto a ellas, otras 2 madres solteras y 7 niños que trepan y bajan de las literas. En total, 14 pequeños y 7 adultos duermen en ese cuarto, que una mañana de la semana estaban barriendo y tenía ropa y papeles en el piso. «Yo vivía en Mamera 4. Salimos de ahí el 2 de diciembre porque la casa estaba en alto riesgo. Nos llevaron a la escuela Arismendi.

Allí pasamos un mes; el 8 de enero, como iban a comenzar las clases, nos trajeron para acá.

Aquí estamos mal en lo que es comida y no hay agua potable para los niños», dice. La pequeña pide agua y ella empina una garrafa con un líquido amarillento.

Desde diciembre, un grupo de damnificados de El Cementerio ocupaba el Inces y tuvieron que hacer espacio para que los de Mamera se mudaran. «Ellos ya tenían su organización y nosotros no pudimos seguir con nuestro comité. Quieren imponer su ley, que nosotros seamos los que cocinemos, lavemos y limpiemos los baños.

Cada vez que regreso a mi casa me dan ganas de quedarme allá», afirma Jenny, otra de las refugiadas. A su vivienda, que mira hacia el abismo, la sostiene un árbol.

Cuando quedó damnificada, Nora faltó a la panadería donde trabajaba y perdió el empleo. A Jenny la llamaron, le dieron oportunidad de retomar su puesto, pero ya no puede volver: «Tengo que quedarme aquí. Si no estás cuando vienen los funcionarios, te sacan del censo de vivienda y no puedes regresar, pierdes los derechos. Por eso la mayoría estamos desempleados».

La Red de Apoyo Psicológico de la UCV ha prestado atención en 14 albergues durante la emergencia; trabajó en Vargas, en 1999, y en la vaguada de 2005. Nadia Ramdjan, profesora de Psicología y miembro de esta organización, ha trabajado en los refugios con sus alumnos. Cree que esta vez las autoridades tardaron en solicitar y desplegar la ayuda psicosocial para los afectados, por lo que existen albergues con familias disgregadas: «Reunirlas es fundamental para que luego esas comunidades se organicen».

La organización es importante porque trae consigo la autonomía y la búsqueda de soluciones ante la emergencia.

«La idea es que después de la atención que se les ha brindado sean capaces de reconstruir sus proyectos de vida en conjunto con las instituciones que trabajan el problema de la vivienda», añade.

En los refugios hay historias personales disímiles, pero un punto en común: la pobreza y la exclusión. Los proyectos de Jenny y Nora lucen borrascosos. «Vivir en un refugio es deprimente ­dice la primera entre lágrimas­. Te sientes solo y como si se te cayera el mundo encima. Estábamos mejor en la escuela; podíamos cocinar para los niños. Si no había comida, comprabas y cocinabas. Pero acá no se puede; todo es una pelea con los de El Cementerio».

Nora titubea, mientras amamanta a su tercera hija, de 2 años de edad (las mayores tienen 6 y 4 años): «Estaba trabajando, quería hacer mi casa, salir adelante por mí misma.

¿Pero ya qué? Ni trabajo tengo para decir que me voy alquilada o a otro lado. No puedo. La única ayuda que tengo son los 1.250 bolívares del bono que Chávez nos depositó en diciembre y no sabemos si lo van a dar este mes».

Vásquez cree que se debe evaluar si las medidas gubernamentales para atender a las víctimas favorecen la autonomía de la gente o crean más dependencia de las ayudas oficiales.

¿Temporales?

La instalación de unas duchas en las afueras del Cuartel San Carlos hace que Juan, de 64 años de edad, concluya que la estadía en el refugio va para largo. Calcula que estará allí al menos dos años, porque él de Caracas no quiere salir. Los cincos hijos que viven con él ­todos mayores de 30 años­ están desempleados.

«Hay que esperar», dice con un suspiro. «Yo ya no soy de ningún sector, soy de este refugio. Desde 1964 vivía yo ahí en Blandín, carretera vieja de La Guaira, kilómetro 5, calle La Línea».

Recita su dirección como por acto reflejo y abre los brazos hasta donde le dan para contar que una piedra enorme cayó en la sala de su casa y les llevó el techo. Desde finales de noviembre está en el cuartel. Antes dormían en colchones, en el piso, y ahora cada familia tiene una carpa tipo iglú; se cuentan 27 en los pasillos de la instalación militar.

Ha vuelto a la casa, dice que a veces se sienta al frente a mirarla. Su vecina Lucía, que también está en el cuartel, vuelve todos los días a su sector. Allí quedó la bodeguita que desde hace 7 años atendía junto con su esposo. El plan era vender la casa y el negocio para comprar una vivienda que no estuviera en riesgo. Ya no se puede. «Tampoco he tenido ánimos de trabajar con el puesto de perros calientes. Ya no pasa nadie por esa calle, a quién le voy a vender». Su esperanza es que, como le prometieron, otorguen unas casas en Monagas en los próximos seis meses.

Bomba de tiempo

La psicóloga social Mireya Lozada alerta que mientras más larga se hace la estadía en los albergues, los problemas que generan la frustración y el hacinamiento tienden a desembocar en violencia. Señala que se ha malinterpretado el apoyo a los damnificados desde el sector público. «Es una visión que los revictimiza. Ya la población y el Estado los ha reconocido. Pero si le sigo haciendo la comida, decidiendo por él, si no participa en decisiones sobre su vivienda, le estoy negando el derecho de ciudadano. Eso no puede seguir porque les quitas la posibilidad de asirse de sus vidas, de definir».

A Vásquez Lezama le preocupa también la anomia que puede generar el exhorto a tomar terrenos vacíos. «El llamado del Presidente es el clímax de instrumentalización política de los damnificados, del fin de una institucionalidad seria y responsable, del fin de mediaciones institucionales».

El accidente en la autopista de Guarenas a mediados de enero, en el que el conductor de un autobús atropelló a unos damnificados que protestaban en la vía, le sirve como ejemplo a Martín Villalobos, docente universitario y miembro de la Red de Apoyo Psicológico, para mostrar lo que ocurre cuando se prolonga la situación de los afectados. «Un albergue tiene que ser provisional. Si no, más problemas trae para el damnificado y para quien gerencia el refugio. A ninguno le conviene que a la gente no le den respuesta porque los problemas que eso genera afectan a toda la sociedad».

El mismo presidente Chávez, en su alocución del viernes 21 de enero, reconoció que existen problemas de este tipo en el refugio del Palacio Blanco. «El otro día, por allá en un refugio, vino un caballero y golpeó a su mujer; bueno, hubo que llevarlo preso», dijo.

Lucía ha visto pelear a la familia de la carpa vecina y dice que cuesta acostumbrarse a convivir con extraños. «Quiero que salga mi casa rápido». Es el mismo deseo de Eloína Martínez, que después de 21 años de vivir en un refugio, le mueve los bracitos a su nieto y le mima: «Tú vas a vivir en el apartamento que va a conseguir la abuela». (Adriana Rivera, El Nacional, 31.01.11)

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