En su política de guerra contra el contrabando, el Estado venezolano aplicó, en los últimos cinco años, una militarización en la Guajira, que lleva un saldo de 20 indígenas asesinados a manos de militares, 40 heridos, 19 denuncias de tortura, un desaparecido, más de 500 detenciones arbitrarias y un centenar de allanamientos ilegales.
Todo comenzó el 28 de diciembre de 2010. Caía la noche y con ella se disipaba el calor en Maracay. Era el acto de salutación a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.
El entonces presidente Hugo Chávez anunciaba orgulloso, frente a una audiencia vestida de verde oliva, «una visión integral desde la Guajira hasta Paria». Se trataba de la creación de un conjunto de nuevas «unidades de combate para librar con éxito una guerra popular prolongada». El anunció entró en vigor unas cuantas horas después a través del decreto 7.938 publicado en Gaceta Oficial N°39.583.
En la Guajira, la más septentrional de las penínsulas suramericanas, se instaló el Distrito Militar N° 1, con mando central en la localidad de Paraguaipoa, el último poblado sobre la Troncal del Caribe.
Lo que en el discurso el presidente Chávez calificó como una medida para enfrentar una «guerra popular prolongada» adquirió nombre propio apenas dos días después.
El 30 de diciembre de 2010 el jefe del Estado firmó la Ley sobre el delito de contrabando, fundamentada en la seguridad alimentaria, defensa y protección de la soberanía económica, con penas de castigo de hasta 10 años de prisión para los infractores.
Veintiuna alcabalas se diseminaron desde el puente sobre el río Limón hasta Castillete, tomando los territorios ancestralmente ocupados por los wayuu, el pueblo indígena más numeroso de Venezuela. No hubo consulta previa, al menos no formalmente. Los pobladores solo recuerdan una reunión celebrada en instalaciones militares con cerca de 60 consejos comunales. Allí se les anunció que los militares atenderían a los afectados por las inundaciones de noviembre de aquel año y traerían programas sociales a la región.
Lo primero que los wayuu experimentaron con la militarización de sus territorios fue la restricción al libre tránsito.
La tensión en la relación no tardó en florecer. A la dificultad de adquirir los productos básicos de alimentación e higiene personal, que comenzaba a asomarse en el país como el preludio de una recia crisis de escasez, se sumó la restricción no formal establecida por los militares de transportar alimentos en cantidades no precisas.
Las acusaciones y señalamientos de «bachaqueros» y «contrabandistas» son el principal argumento que esgrimen los wayuu para ejemplificar un trato racista y de discriminación al que son sometidos diariamente en sus propias tierras, donde progresivamente han visto perder su auto progresiva ruptura en el funcionamiento de su estructura social.
Una comunicación enviada por el Comité de Derechos Humanos de la Guajira al Mayor General Celso Canelones Guevara, Jefe del Comando Estratégico Operacional Occidente, en octubre del 2012, sentó el primer precedente del sentimiento que entonces recorría la Guajira: «Cuando el Presidente de la República anunció la creación del Distrito Militar, creímos que eso significaría bienestar, desarrollo y progreso para nuestro pueblo, pero los hechos han demostrado todo lo contrario (…)seguiremos en un círculo vicioso mientras el control de la Guajira esté bajo el poder militar, porque ese sector no conoce nuestras costumbres».
La iniciativa formó parte de algunas manifestaciones desencadenas tras un acontecimiento que elevó la crispación en la convivencia cívico militar. El 21 de septiembre del 2012 el ejército venezolano asesinó al primer indígena. Eran las 7:30 de la mañana de un martes. José Efraín González fue alcanzado por una bala cuando oficiales dispararon contra un grupo de estudiantes de la Escuela Bolivariana Los Hermanitos que viajaban en la plataforma de un camión 350 rumbo al recinto educativo. La refriega dejó con heridas de fusil a cuatro adolescentes y cinco adultos.
El episodio abrió una secuencia de atropellos que llevó a los pobladores a calificar a 2013 y 2014 como los años más difíciles. El 29 de enero de 2013 es un hito para ellos: en la tarde de ese día al menos 24 uniformados con las caras cubiertas con pasamontañas bajaron de cuatro vehículos del Ejército y rompieron el portón de una vivienda del sector Los Aceitunitos. Con armas largas amedrentaron a los ocho adultos que se encontraban junto a cuatro niños menores de dos años.
Desconcertados corrieron todos al patio, menos Menandro Pirela González, alcanzado por un disparo en la espalda. Esa noche, mientras los familiares ofrecían declaraciones y esperaban el cadáver frente a la sede de la Policía Científica, un grupo de militares abrió fuego contra las oficinas del cuerpo técnico. Según cuentan pretendían llevarse el cadáver. La imagen de los desprevenidos transeúntes, que alarmados gritaban y corrían buscando reguardo, quedó grabada en un video con 28 mil vistas público en la red social Youtube.
La versión oficial en casi todos los casos circula alrededor del enfrentamiento entre autoridades y «bachaqueros contrabandistas»; sin embargo, familiares, testigos y sobrevivientes cuentan historias muy diferentes. Como la del estudiante Yohander José Escasio Palmar, alcanzado en la espalda por una bala de fusil que le salió por el abdomen cuando regresaba del liceo Orángel Abreu Semprún en horas de medio día. En la acción participaron más de 100 efectivos que al final se fueron sin atender a los caídos, quedaron repartidos cerca de 500 cartuchos de fusil de asalto ligero.
«Es prácticamente una guerra, las fuerzas armadas se están comportando como un ejército de ocupación, su acción es represiva y de confrontación, los wayuu están siendo tratados como extranjeros en su propia tierra», explica el director de la Unidad de Estudio de Cultura Indígena de la Universidad de El Zulia (LUZ), José Quintero Weir, quien ha seguido de cerca los efectos de la militarización de la Guajira.
Para Quintero Weir, «es indiscutible que para los wayuu la militarización ha devenido en un proceso de deterioro de su cultura, una ruptura de su cotidianidad. Están viviendo la etapa de mayor crisis de su cultura».
ArmandoInfo