Muchos han sido los días cruciales en la vida de Lisandro Raúl Cubas, pero 2 de ellos marcaron su rumbo. El 20 de octubre de 1976 tragó una pastilla de cianuro para suicidarse y evitar su secuestro por parte de agentes de la dictadura militar que gobernaba entonces Argentina.
La píldora no le causó la muerte porque estaba vencida y él terminó recluido en el centro clandestino de detención que funcionaba en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), en Buenos Aires, donde fue torturado y obligado a trabajar como esclavo. En el lugar, un ícono de la tenebrosa era del régimen que imperó hasta 1983, se calcula que hubo más de 4.500 prisioneros.
El otro día decisivo para Cubas fue el 20 de enero de 1979, cuando recuperó su libertad, vio por primera vez el Ávila y se contagió con la algarabía en las calles de Caracas por el triunfo de los Navegantes del Magallanes en la Serie del Caribe. Apenas horas antes estaba sumido en el horror y lo emocionaba la acogida que recibía en una ciudad que esa noche estaba de fiesta e iluminada con fuegos artificiales.
A los 20 años de edad, Cubas se incorporó a Montoneros, el movimiento radical de izquierda argentina que creía en la lucha armada para instaurar el socialismo como una fase superior del peronismo. En Venezuela, le dio un giro metodológico a su activismo político: se convirtió en pionero del movimiento de derechos humanos al fundar, hace 23 años, la organización no gubernamental Provea.
Sin embargo, nunca le dio la espalda a la necesidad de hacer justicia en su país de origen. Fue testigo y querellante de un juicio que, el 26 de octubre, concluyó con la condena a cadena perpetua de 12 represores de la ESMA. Desde Venezuela, en su casa de San Antonio de Los Altos, Miranda, Cubas celebró el fallo: “Es el primer juicio contra ellos y la sentencia tiene una trascendencia enorme, en la medida en que surte un efecto reparador en las víctimas.
Falta mucho por hacer y el próximo año volveremos a Argentina para atestiguar contra otros 70 represores”. Habla con tranquilidad. Toma sorbos de mate y todo indica que el tiempo no le ha hecho acumular rabia sino serenidad.
El proceso duró dos años y en él “quedó evidenciado el horror”. Las palabras son de Daniel Obligado, juez de la causa. Cubas rindió declaración el 30 de julio de 2010. A modo de prueba, mostró los grilletes que, 34 años atrás, habían estado en los pies de otra detenida: Alicia Milia de Pirles. La mujer se los dio en el aeropuerto de Ezeiza, justo el día cuando ella abandonaba Argentina para exiliarse en Europa y él en Venezuela.
Las condenas más celebradas por la multitud que se congregó frente al tribunal para escuchar el fallo fueron las de Alfredo Astiz y Jorge Acosta. “El ángel de la muerte” era el alias de Astiz, capitán de fragata que se infiltró en las organizaciones de derechos humanos como espía e intervino directamente en el secuestro, tortura y desaparición de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, y de la adolescente de origen sueco Dagmar Hagelin. Acosta, conocido como “el Tigre”, fue jefe del Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA que ejecutaba la represión. Entre otros crímenes, se les condenó por el asesinato de Azucena Villaflor de De Vincenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Ponce de Bianco, tres de las madres de Plaza de Mayo.
Cubas ya ha aportado su testimonios para otros procesos, como el que concluyó en noviembre de 1985 con la cadena perpetua para el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti, los tres miembros de la Junta Militar que encabezó el golpe de Estado el 24 de marzo de 1976. Sus declaraciones también sirvieron para que el juez Baltasar Garzón solicitara la extradición de 45 militares y un civil por la desaparición de ciudadanos españoles. En Venezuela, su labor tampoco cesa. El activista, de 59 años de edad, trabajaba esta semana en un frente al que no le da menos importancia: concluir el informe de Provea que, año tras año, retrata la situación de los derechos humanos en el país.
El tormento de la capucha. “Eran las 8:00 am, cuando me dirigía a tomar el colectivo de la línea 49, en la avenida San Martín, provincia de Buenos Aires. De cinco carros bajaron más de diez hombres, uno de los cuales me puso su pistola en la frente y me obligó a tirarme al suelo. Lo mismo hacían con otras dos personas, un hombre y una mujer que caminaban por la zona. Cuando estábamos los tres tirados en el suelo, aproveché un momento de distracción de mis secuestradores e introduje una pastilla de cianuro en mi boca para suicidarme.
Una práctica que habíamos aprendido de la resistencia francesa contra el nazismo.
“Inmediatamente, procedieron a pegarme patadas en el estómago y en la cabeza, después me esposaron las manos detrás de la espalda y me pusieron una capucha de tela gris. El cianuro comenzó a hacer su efecto, produciéndome asfixia. Momentos antes de perder el conocimiento, que para mí era la muerte, me introdujeron en el baúl de un carro. En pocos segundos repasé los momentos más felices de mi vida: cuando era un niño y jugaba fútbol en Bariloche, la compañía de mi madre el primer día que fui a la escuela, mi novia de la adolescencia y la noticia que me había dado mi compañera la tarde anterior: iba a tener un hijo. Pensé en mis compañeros de Montoneros y le agradecí a Dios haberme dado el valor de suicidarme y no sufrir las torturas que los militares aplicaban a sus víctimas.
Cuál sería mi sorpresa cuando vuelvo en mí, acostado sobre cuerpos de personas que estaban muertas.
“Mi primera intención fue no respirar, para que no se dieran cuenta de que estaba vivo.
No sé cuánto tiempo pasé en esa situación. En un momento escuché una voz que dijo: `Ese hijo de puta está vivo’. Pidieron un vomitivo y antes de administrármelo me cayeron a golpes; intentaron darme el vomitivo, pero lo escupí reiteradas veces. Debido a mi resistencia, utilizaron éter para dormirme. Cuando me desperté estaba atado a una cama de metal, con grilletes en los pies, las manos esposadas a los barrotes de la cama, con una capucha atada al cuello que apenas me dejaba respirar y una sonda de suero en las venas del brazo. Calculo que estuve así hasta el día 22, pues el 23 empezaron a interrogarme y quienes lo hacían me decían que si daba información me dejarían libre `como regalo de cumpleaños’. En efecto, ese día cumplía 24 años”.
Cubas fue uno de los primeros sobrevivientes en dar testimonio público y en primera persona sobre los campos de concentración de Argentina.
En 1983 habló ante el Congreso de Estados Unidos y ante Amnistía Internacional. Fungió de vocero de decenas de miles de víctimas recluidas en 340 centros clandestinos de detención. En el informe publicado en septiembre de 1984 por la Comisión Nacional de Desaparecidos se precisaba que 8.960 personas no tenían paradero conocido.
Otros cálculos señalan que los gobiernos militares dejaron más de 30.000 víctimas de desapariciones.
El documento titulado Nunca Más , prologado por Ernesto Sábato, concluye que la desaparición forzada de personas fue el núcleo de la metodología represiva de los militares que derrocaron a María Estela Martínez de Perón.
En el informe de la Conadep figura el aporte de Cubas: “La tortura psicológica de la capucha es tanto o más terrible que la física. Ésta procura llegar a los umbrales del dolor, mientras que la capucha procura la desesperación, la angustia y la locura. El contacto con el mundo exterior no existe. Nada te protege, la soledad es total. Esa sensación de desprotección, aislamiento y miedo es muy difícil de describir. El sólo hecho de no poder ver te va socavando la moral, disminuyendo la resistencia. La capucha se me hacía insoportable, tanto así que un miércoles de traslado pedí a gritos: `¡A mí.., a mí…, 571!’. Estuve encapuchado durante dos meses y ya no era Lisandro Raúl Cubas, era un número” .
El terror de la ESMA era puesto a la vista de todos de vez en cuando. “En una oportunidad me colocaron una peluca y un camisón de mujer para pasearme por las calles de Buenos Aires. Me llevaban esposado, con grilletes en los pies y escoltado por media docenas de militares armados. El propósito era alardear de la crueldad para intimidar a los argentinos”.
Pero ningún tormento se comparó con el día más duro del cautiverio: “Fue cuando me enteré de la desaparición de mis hermanos: Juan Carlos, de 21 años, y María Georgina, de 18. Todavía están desaparecidos”.
Lula y Nariz. Cubas estuvo recluido en la ESMA dos años y cuatro meses. Los tormentos físicos iniciales, que incluían periódicas sesiones de picana eléctrica, progresivamente fueron sustituidos por lo que la justicia argentina ha denominado “trabajo esclavo”. Lo obligaron a hacer “periodismo” a favor del régimen militar. A diario revisaba los despachos de las agencias de noticias extranjeras y eventualmente redactaba notas para contrarrestar las críticas a la dictadura.
En su reclusión apenas tuvo alicientes. Dos de ellos están vinculados a personas que menciona por sus apodos: Lula, que después se convirtió en su esposa; y Nariz, un amigo fraterno.
Lula es Rosario Quiroga, una militante del Movimiento Peronista que fue secuestrada junto con sus tres hijas, de 3, 4 y 5 años de edad, el 15 de diciembre de 1977 en el balneario Lagomar de Uruguay.
La trasladaron a Argentina y fue internada en la ESMA en un procedimiento típico de la Operación Cóndor, a través de la cual los regímenes militares del Cono Sur trabajaban coordinadamente para, entre otras, intercambiar prisioneros.
El testimonio de Quiroga también fue recabado por la Conadep y tribunales de diversos países. Uno de los métodos descritos fue el llamado submarino: “Utilizaban una especie de capucha de goma con orificios a la altura de la nariz y la boca e introducían mi cabeza en algo que supongo era un tonel lleno de agua, hasta que me desmayaba por asfixia. Otra tortura consistía en colgarme de las manos teniendo los brazos hacia atrás, subiéndome y bajándome, lo que hacía aún más insoportable el dolor, sobre todo de la articulación de los hombros. Era preferible estar colgada porque parecía que uno perdía el conocimiento y por lo tanto el dolor. La tortura más dolorosa era la presión con mis hijas, de las cuales me traían pertenencias, como un zapatito, un suéter o un vestidito, y me decían que las torturarían en mi presencia para enloquecerlas”.
Las tres hijas de Quiroga estuvieron pocas horas en la ESMA. Antes de entregarlas a una familiar que era monja, los militares les tomaron una foto en la que aparecen sonrientes sentadas en el sofá de una oficina que estaba ubicada en el sector Los Jorges. Los oficiales cometieron el error de entregar la imagen a la madre, que la conservó durante el cautiverio y, a la postre, la utilizó como prueba.
Cubas se ofreció como peluquero para entrar en contacto con otros prisioneros. Cuando le cortó el cabello a Quiroga comenzaron a interesarse el uno por el otro.
El acercamiento fue mayor durante la convalecencia de Cubas, quien sufrió una lesión en los testículos que ameritó su traslado al hospital. “Salir de la ESMA implicaba peligro de muerte. Cuando me iban a aplicar anestesia recordé que los militares solían utilizar inyecciones de pentotal para asesinar. Con sarcasmo, la llamaban pentonaval”.
De regreso a prisión, Cubas le pidió ayuda a Quiroga para hacerse las curas que requería.
La intimidad aumentó como los planes para salir juntos por la puerta principal, porque fugarse era casi imposible.
El único que logró burlar la férrea vigilancia de los represores fue Nariz, cuyo nombre era Horacio Maggio. “Una vez le encargaron despachar un centenar de cartas desde la oficina principal de correo, en el centro de Buenos Aires. Convenció a los dos militares que lo escoltaban que bastaba que uno de ellos lo acompañara al interior del edificio postal. Se distanció del custodia y escapó por una puerta posterior. Esa tarde el Tigre Acosta regresó a la ESMA convertido en un energúmeno. Gritaba `¡Se fugó Nariz, se fugó Nariz, el maldito nos traicionó!’. Cuando los represores se alejaron de nosotros, todos nos abrazamos para celebrar la osadía del compañero. Fue uno de los pocos momentos de alegría en prisión. Pero cuatro meses después el Ejército lo capturó y mató. Nos llevaron el cadáver. Nos bajaron a todos y lo vimos con la cabeza destrozada. Llevaba el reloj que le había prestado”.
La historia con Quiroga sí tuvo final feliz: recuperaron a las tres niñas, se casaron en Venezuela y todavía viven juntos.
Otras dos masacres. Transcurridos más de 30 años, Cubas asegura que no puede explicar por qué los jefes de la ESMA decidieron su liberación y la de Quiroga. “Mi única hipótesis es que liberar prisioneros tenía como propósito sembrar el miedo en la sociedad, específicamente en las organizaciones sociales y políticas con las el sobreviviente tenía relación.
Pero los criterios para escoger quién vivía sólo los conocen ellos, así como son los únicos que saben el destino de cada desaparecido y de los bebés nacidos en cautiverio que son buscados por sus familias. Algunos de los militares advertían que cada prisionero debía procurarse su libertad”.
Las gestiones de la madre de Quiroga, quien conocía al secretario de la vicaría castrense, monseñor Emilo Grasselli, fueron importantes para la liberación. La pareja escogió Venezuela como destino porque un hermano de Lula estaba en el país y podía recibirlos.
En enero de 1979, Cubas, su esposa y sus tres hijas, y su suegra estaban en Venezuela.
Se mantuvo alejado de la actividad política durante los primeros 4 años de exilio, luego de los cuales comenzó a vincularse con otros argentinos, de los aproximadamente 3.000 que huyeron a territorio venezolano, con la idea de recuperar la democracia en su país.
En 1983 se fundó en Caracas la Federación de Familiares de Desaparecidos en América Latina, encabezada por el sacerdote de origen irlandés Patrick Rice, que vivió en Argentina y fue perseguido, encarcelado y torturado por los militares. Tres años después, Cubas se incorporó a la organización como asistente de prensa y allí conoció a los pioneros del movimiento de derechos humanos en Venezuela, entre ellos a Ligia Bolívar y Dianora Contramaestre.
“Ligia estaba incorporada a Amnistía Internacional y Dianora, que había sido monja, trabajaba con los cristianos de base en los barrios de Caracas.
Ligia emprendió una investigación sobre la pertinencia de una organización de derechos humanos en Venezuela. Hubo una combinación de saberes y el 15 de noviembre de 1988 nació Provea”.
Las principales dificultades identificadas eran la represión de las protestas populares y el elevado nivel de violencia policial. Además, se había acabado el boom petrolero, había sucedido el Viernes Negro y las políticas sociales comenzaban a mermar, lo cual se verificó con el Caracazo.
Dos semanas después de la fundación de Provea ocurrió la masacre de El Amparo. El acompañamiento a las víctimas del Caño La Colorada, Apure, aceleró el crecimiento de la ONG. Junto con los dos campesinos sobrevivientes, lidiaron en los tribunales venezolanos que habían acogido la versión oficial sobre los hechos como un enfrentamiento del Ejército con un grupo guerrillero. El caso fue presentado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que el 14 de septiembre de 1996 dictó la primera condena contra el Estado venezolano.
Con el apoyo financiero del Consejo Mundial de Iglesia, Provea alquiló su primera oficina. La mudanza comenzó en pleno Caracazo: “El 27 de febrero de 1989 estábamos cargando una computadora y tuvimos que explicarle a un grupo de policías metropolitanos que el aparato no era producto de los saqueos que anarquizaban Caracas”. No hubo tiempo para instalarse: a media tarde comenzaron a recibir las primeras denuncias de represión.
A partir de 1990, Provea retomó el énfasis en la promoción de los derechos económicos, sociales y culturales. Cubas fue miembro del equipo coordinador desde 1989 hasta 1995 y coordinador general hasta 2000. Ahora se desempeña como investigador sobre la situación del derecho al trabajo.
Sigue doblemente marcado: por la tragedia que vivió en Argentina y por la obra desarrollada en Venezuela. “Mis afectos y compromisos siguen compartidos. Mi deber es seguir contribuyendo a la lucha contra la impunidad de los crímenes cometidos por la dictadura y, aquí en Venezuela, continuar fortaleciendo la lucha de la gente por sus derechos”.
“Este Gobierno no es de izquierda”
Lisandro Raúl Cubas, fundador de Provea, se reconoce como un hombre de izquierda, pero entiende que la lucha armada no es una opción vigente y que el socialismo sólo es un ideal válido si pasa la prueba de los derechos humanos.
“Provea era acusada 20 años atrás por el gobierno de la época de estar formada por guerrilleros, marxistas y comunistas.
Hoy, por mantener las mismas posiciones críticas frente al gobierno actual, nos tildan de contrarrevolucionarios, agentes de la CIA e imperialistas. Los cuestionamientos avalan nuestra coherencia en la idea de que la defensa de los derechos humanos debe ser integral. Tiene que haber pan y libertad: tiene que haber tierra, pero también debe garantizarse el derecho a la propiedad; tiene que haber trabajo, pero también libertad sindical. En el paradigma de los años sesenta y setenta, para la izquierda lo fundamental eran los derechos sociales”.
Aunque durante los últimos 12 años esa división entre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales ha encontrado eco en Venezuela, Cubas se apresura a negar que el gobierno de Hugo Chávez sea de izquierda. “El discurso es irrelevante, lo importante es la práctica; y la práctica de este gobierno es la de un capitalismo de Estado con políticas de inclusión social que, por cierto, fueron más efectivas en otros gobiernos”.
-¿Qué reivindica de la gestión de Chávez?
-Las ideas de integración latinoamericana y caribeña y de un mundo multipolar y solidario. Pero muchas veces la manera de hacer las cosas resta más que suma. Y más allá de Chávez, son muy valiosos los avances en cuanto a participación ciudadana en asuntos públicos. Hoy la gente conoce sus derechos y los debate. Cuando empezamos en Provea, debíamos explicar el contenido de la Constitución. Hoy eso está en el imaginario colectivo del venezolano. Más tarde que temprano, eso va a dar sus frutos y no necesariamente los va a capitalizar el chavismo.
-¿En materia de derechos humanos, Chávez y el Gobierno tienen algo que temer?
-Logramos la Constitución. Pero el mayor déficit gubernamental es la falta de políticas públicas en materia de derechos humanos. Eso afecta a las víctimas más que a las ONG que, con este o con cualquier otro gobierno, vamos a seguir luchando.
13.11.11 Edgar López