La reciente denuncia pública hecha por activistas de derechos humanos sobre el rol que tuvo el actual cardenal de la ciudad de Buenos Aires y ex «papable», Jorge Bergoglio, en el secuestro y la desaparición de dos sacerdotes y un grupo de catequistas durante la última dictadura militar argentina, ha vuelto a evidenciar la ya conocida y profundamente documentada relación entre la jerarquía católica argentina y las juntas militares que aplicaron las más terribles violaciones de derechos humanos en los años 70 y 80. Además, reabre el debate nunca cerrado sobre el rol que jugaron y juegan las estructuras de poder eclesiástico en las alteraciones del orden democrático en nuestros países.
Tal como lo afirmara en 1979 uno de los genocidas argentinos, «la Iglesia es una fuerza amiga que continúa aceptando los principios básicos enunciados por el Proceso de Reorganización Nacional (proyecto que instauró la dictadura militar)». Incluso retornada la democracia en 1983, numerosos jerarcas de la Iglesia seguían justificando (y todavía lo hacen) lo ocurrido en ese período, negándose a realizar un mea culpa ante la sociedad argentina. En 1984, el presbítero Christian von Wernich (emblema de esa Iglesia comprometida con la represión) lo expresaba así: «Que me digan que (el general) Camps torturó a un negrito que nadie conoce, vaya y pase, pero cómo iba a torturar a Jacobo Timerman, un periodista sobre el cual hubo una constante y decisiva presión mundial (…) ¡que si no fuera por eso!». Hoy día, este ex capellán de la policía de Buenos Aires cumple condena de reclusión perpetua.
La simpatía que profesan numerosos jerarcas de la Iglesia católica por las salidas golpistas contra gobiernos progresistas, no es propiedad exclusiva de los obispos sureños. La misma se hizo visible en el último comunicado de la conferencia episcopal hondureña tras el golpe en ese país. La destitución de Zelaya, dijeron, serviría «para edificar y emprender un nuevo camino, una nueva Honduras (…) es un nuevo punto de partida para el consenso y la reconciliación» (cardenal Oscar Rodríguez en el diario El País). En la actualidad, mientras usted lee este artículo, numerosos líderes sociales hondureños son perseguidos, torturados y asesinados por el actual gobierno del presidente Lobo, mientras la jerarquía de la Iglesia de aquel país se sitúa en el mayor de los silencios cómplices.
En Venezuela, conocimos también esa cara amarga de la Iglesia que no respeta las reglas de la democracia. El difunto Cardenal Ignacio Velasco, firmante del decreto dictatorial del empresario Pedro Carmona Estanga, así como numerosos religiosos y laicos que se pusieron en evidencia el 11 y 12 de abril de 2002, encarnaron la imagen más terrible e insostenible de esa porción antidemocrática de la Iglesia venezolana.
Seguir bregando por una transformación profunda de las estructuras de la Iglesia católica, en consonancia con el respeto a los derechos humanos que el Evangelio y buena parte de la tradición y doctrina social de la Iglesia promueven, es una tarea impostergable para quienes todavía militan en ella.