La obediencia, en sus diversas acepciones, ha jugado un papel importantísimo en la historia de la humanidad y en la de los derechos humanos. Cuando revisamos esta historia, nos encontramos con grandes crímenes contra esta humanidad, por lo que surge la interrogante ¿por qué? Lamentablemente un justificativo es porque se estaban obedeciendo órdenes, muchas de ellas fundadas en leyes no necesariamente justas.

Las minorías poderosas que han ostentado el poder históricamente (imperios, gobiernos, religiones, instituciones, etc.) nos han enseñado que la obediencia y el respeto irrestricto a la autoridad y a la ley es la mejor manera de ser seres “civilizados y civilizadas”, seres de honor y con honor, seres que sabemos respetar el orden establecido por alguien siempre mayor que nosotros y nosotras, lo que nos termina convirtiendo en personas alienadas.

Lamentablemente las grandes injusticias se amparan en el cumplimiento de leyes y normas que, en un momento determinado, se concibieron como la cúspide de la custodia del bien de la  humanidad

Estamos en un momento de suma importancia para la gran comunidad humana. En Venezuela nos encontramos en el momento de revolucionar nuestro sistema democrático social de derecho y de justicia y, con él, la forma cómo obedecemos y nos obedecemos. En este momento, la obediencia se ve condicionada por lo que haya de justo y de bienestar individual y colectivo en aquello a lo que hay que obedecer, bien sea una costumbre, una  tradición, una ley o una orden.

Esto supone empezar un proceso profundo de interiorización personal, un proceso de búsqueda y encuentro de aquello que debemos obedecer, que habita en cada uno y una y que es esencial a nosotros y nosotras, pese a lo que el sistema político y social  haya establecido: nuestra conciencia. Obedecerle a ella, y solo a ella en última instancia, nos ayudará a descubrir cuándo y cómo existe una realidad que amenace con  lesionar nuestra dignidad y la de otros y otras. Hace once años decidimos como pueblo soberano que tenemos derecho a la objeción de conciencia; es decir, nos dimos el derecho de apelar a nuestra conciencia cuando no estemos seguros ni seguras de hacer algo de lo que no estemos convencidos y convencidas que sea bueno o enaltezca nuestra dignidad y la del resto de las personas.

El artículo 61 de nuestra Constitución dice que “Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y a manifestarla, salvo que su práctica afecte su personalidad o constituya un delito (…)”. Esto nos da la posibilidad de decir-nos un NO rotundo frente algo que lesione nuestra personalidad, nuestros valores, convicciones o creencias religiosas. Por ejemplo, que alguien nos intente persuadir de beber alcohol, consumir algún tipo de droga, obligarnos a participar en actividades sexuales, o simplemente de hacer algo que no consideremos honesto y que perjudique a alguien más, o que comprometa negativa y egoístamente los objetivos de algún proyecto comunitario o institucional en el que participemos.

Por otro lado, el mismo artículo nos da la posibilidad de decir-nos un NO rotundo frente a alguna orden proveniente de nuestros superiores, nuestros jefes o nuestros líderes, que pueda constituirse en un delito y sea sancionado por la ley, como lo señala el artículo 25 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Por ejemplo, cuando un funcionario o funcionaria policial o militar recibe la orden de matar a alguien, como sucedió en el pasado y quizás siga sucediendo; una invitación a desviar los fondos de alguna institución de utilidad pública u organización comunitaria para provecho personal; participar en actividades de corrupción, o hacer algo que afecte el desempeño de nuestras funciones como servidores públicos y servidoras públicas.

No obstante este derecho, tal y como está redactado y consagrado en la actualidad,  presenta una debilidad que, de alguna manera, reproduce el sistema de pensamiento de las minorías antes mencionadas cuando indica que“(…) La objeción de conciencia no puede invocarse para eludir el cumplimiento de la ley o impedir a otros su cumplimiento (…)”. Se observa entonces la ambigüedad del Constituyente y el ejercicio reaccionario que se terminó imponiendo para restarle fuerza a este derecho.

De acuerdo al artículo antes señalado, cabe hacerse la pregunta ¿acaso lo legal siempre es sinónimo de justo?  Lamentablemente las grandes injusticias se amparan en el cumplimiento de leyes y normas que, en un momento determinado, se concibieron como la cúspide de la custodia del bien de la  humanidad. Pese a ello, el mismo artículo culmina diciendo “(…) o el ejercicio de sus derechos”, con lo que nos garantiza el derecho legítimo de la obediencia a nuestras conciencias ya que, inclusive este mismo derecho no se puede invocar para persuadirnos a no obedecer a la conciencia individual y colectiva que nos guía como seres humanos y humanas.

En hora buena este derecho nos da la posibilidad de consultar a nuestra conciencia y a obedecerle únicamente a ella como instancia última frente a una coyuntura particular que vulnere nuestra dignidad y la del resto y en la que los derechos humanos se vean afectados. Esto supone una gran valentía de nuestra parte y un alto nivel de responsabilidad, puesto que debemos estar en constante reflexión de la realidad y profundizar en el conocimiento de nuestros derechos y el alcance de estos más allá de la norma. Ojalá esto nos ayude a convertirnos en activistas de derechos humanos desde los espacios y servicios donde hemos sido llamados y llamadas a ser felices individualmente y en comunidad. (Revista Calle Sol, 13.09.12)

 

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