La Asamblea Nacional clausuró de antemano el diálogo que ahora propone el presidente Chávez. Antes de la inesperada invitación a la concordia y mientras se preparaba el advenimiento del nuevo período legislativo, aprobó una Ley de Defensa de la Soberanía Política y Autodeterminación Nacional mediante la cual se cercena el derecho a la opinión y a la acción pública de ciudadanos o grupos de ciudadanos que hasta entonces la ejercían sin trabas.

La nueva ley, aprobada con velocidad supersónica en la sesión de 21 de diciembre de 2010, víspera de Navidad, condena al silencio a un sector importante de esos venezolanos a quienes ahora se invita a constructivas tertulias.

Como viola los derechos políticos que cualquier individuo está en sobrada capacidad de ejercer, desde su individualidad o a través de la asociación con sus semejantes, la regulación pretende la imposición de una mudez política que vuelve irrisión cualquier alternativa de debate.

No solo porque aumenta las trabas a la participación organizada frente a las urgencias de la sociedad, sino especialmente porque la convierte en un delito. La norma parte de una preocupación en torno a la cual no debe suscitarse alarma: cómo evitar el desarrollo de «actos desestabilizadores e insurreccionales en contra del Estado».

Es evidente que nadie en sano juicio comparte la idea de ponerse a revolver las cosas hasta el punto de hacer del país territorio ingobernable con apoyos inconfesables, argumento que aconseja el respaldo de los legisladores preocupados por nuestra soberanía y por nuestra autodeterminación.

Sin embargo, la custodia de la estabilidad y la integridad de la nación los condujo por un aventurado itinerario que desemboca en la prohibición de la disidencia organizada, o simplemente de la autonomía de la opinión pública. Estos severos licurgos, en efecto, llegaron al extremo de considerar como «desestabilizador e insurreccional» el hecho de que un ciudadano o una agrupación de ciudadanos reciban recursos del extranjero para promover las causas o las acciones que estimen convenientes.

Si una organización o un individuo piden financiamiento internacional para llevar a cabo un proyecto ante la vista de todos, para hacer críticas y elevar peticiones ante la autoridad con el propósito de reclamar justicia, o simplemente para llamar la atención sobre situaciones que incumben a la sociedad o a un sector de ella, pueden ser reos de delitos susceptibles de penas dentro de las cuales caben las multas y la inhabilitación política.

Según señala su artículo 3, la norma va dirigida a quienes promuevan participación de la ciudadanía en áreas como plazas y avenidas, a quienes pretendan la vigilancia de los poderes públicos o a quienes presenten candidatos para ocupar cargos de elección popular.

No se atreve a impedir del todo la posibilidad de tales conductas inherentes al derecho de ciudadanía, pero las lleva a extremos de mutilación cuando las hace depender apenas de lo que puedan buenamente recaudar en el ámbito doméstico. Debe recordar el lector cómo existía ya una Ley de Partidos Políticos que impedía a las toldas identificadas como tales la recepción de recursos provenientes del extranjero.

Para volverlas más hueras o más flacas, desde luego, mientras el partido de gobierno encuentra alimento de sobra en el presupuesto nacional transformado en pródiga despensa. Si ya es escandalosa la restricción para los partidos, lo es en mayor medida para las organizaciones ciudadanas a quienes, en ningún caso y bajo ningún pretexto, se puede dar un trato semejante si no se quiere burlar la esencia de la cohabitación republicana.

Echemos un vistazo de las personas y de las agrupaciones a quienes va dirigida la ley, para calcular a cabalidad la estatura del atropello que comete. Se trata de individuos y de organizaciones respetables como Liliana Ortega y Cofavic, Carlos Correa y Espacio Público, Rocío San Miguel y Control Ciudadano, Leonardo Carvajal y Asamblea de Educación, Humberto Prado y Observatorio de Prisiones, Marino Alvarado y Provea, Carlos Genatios y Ojo Electoral, Feliciano Reina y Civilis, Manuela Bolívar y Lidera, Rafael Alfonzo y Cedice. Son muchos más, que el lector memorioso y agradecido recordará mejor, criaturas y hechuras de una nueva etapa de compromiso con el bien común a la altura de las trágicas urgencias de la actualidad y a las cuales se agregan los capítulos nacionales de movimientos como Amnistía Internacional, Médicos sin fronteras y Reporteros sin fronteras, que no trabajan para beneficio personal ni para el fomento de planes macabros.

Valiéndose del subterfugio de una legalidad que no sólo choca con la Constitución sino también con principios universales de transparencia y de cooperación con causas dignas de todo encomio, el Gobierno los quiere con la voz apagada.

El Gobierno supone que, al reducirlos a la condición de menesterosos, cesarán sus trabajos o pasarán inadvertidos. Se equivoca, pero es exactamente lo que pretende ante la imposibilidad de que uno de sus plumazos los borre de la faz de Venezuela.

Ahora el régimen los puede incluir en la casilla de los delincuentes sujetos a exclusión política o a castigo pecuniario. Sabemos que son ciudadanos honrados, pero sólo hasta cuando lo determinen los jueces transfigurados en escudos contra «la planta insolente del extranjero». Con tan perverso prólogo el Presidente convida a un diálogo nacional, sobre cuyos frutos no va descaminado el que se ponga a dudar.

ELÍAS PINO ITURRIETA

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Fuente: El Universal 23.01.2011

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