Con razón, la muerte del piloto Rodolfo González ha estremecido al país. Murió en la noche del pasado jueves 12, en la sede del Sebin del Helicoide, donde estuvo recluido desde el 29 de abril de 2014.
Presuntamente se ahorcó en su celda luego de enterarse que al día siguiente sería trasladado a la cárcel de Yare, versión que ratifican sus familiares y abogados. Aunque el ministro del Interior, Gustavo González, (hasta hace pocos días responsable directo de la integridad personal y la vida de todos los detenidos en los calabozos de la policía política, porque era el director del Sebin) desmintió que existiera una orden de traslado, la presunción de tortura psicológica cobra fuerza en el contexto de la gravísima criminalización de la protesta que se ha profundizado en los últimos meses.
La tortura psicológica tiene como objetivo minar el ánimo de un detenido. Y si se trata de un preso político, quebrar su resistencia.
En Latinoamérica estas prácticas no son nuevas. La tortura psicológica se encuentra descrita de forma metódica en el Manual de Entrenamiento para la Explotación de Recursos Humanos de 1983. Se trata de un texto elaborado por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, que fue usado a principios de los años 80 para enseñarle a las fuerzas de seguridad latinoamericanas cómo extraer información de los prisioneros.
Son tan perversas como variadas las modalidades de torturas psicológicas. La persona detenida pasa a ser parte de un experimento diabólico. Entre otras atrocidades, se le hace pasar hambre, se le recluye en celdas pequeñas sin ventanas, a veces sin luz y a veces como mucha luz, como es el caso de la llamada Tumba del Sebin, lo obligan a sentarse o permanecer en posiciones incómodas (posiciones de estrés) durante mucho tiempo, lo desorientan retardando y adelantando los relojes, sirviéndole comida a deshoras y alterándole el sueño; es sometido a interrogatorios frecuentes y aparentemente sin sentido…
La tortura psicológica, como la física, está prohibida de forma absoluta. La Corte Interamericana de los Derechos Humanos, en su sentencia del 7 de septiembre de 2004, en el caso Tibi vs Ecuador, consideró que “la prohibición de la tortura es completa e inderogable, aun en las circunstancias más difíciles, tales como guerra, amenaza de guerra, lucha contra el terrorismo y cualesquiera otros delitos, estado de sitio o de emergencia, conmoción o conflicto interior, suspensión de garantías constitucionales, inestabilidad política interna u otras emergencias o calamidades públicas”.
El empleo de métodos psicológicos de tortura tiene efectos nocivos para la salud de los detenidos. Hace que los detenidos se sientan responsables de lo que les está ocurriendo en diversos aspectos, genera sentimientos de miedo, vergüenza, culpa y profunda tristeza, así como de intensa humillación.
La muerte de Rodolfo González no debe quedar impune porque la integridad física, psíquica y moral de una persona detenida bajo custodia del Estado debe estar preservada. En este caso, el Estado tiene cinco tareas impostergables: investigar los hechos; llevar a los responsables ante la justicia y sancionarlos, brindar un recurso efectivo a los familiares de la víctima, ofrecer una justa y adecuada reparación a sus familiares, y establecer la verdad de los hechos.
El abuso policial ya es habitual. Parece que los funcionarios encargados de cumplir la ley olvidan que la tortura física y psicológica, así como los tratos crueles, inhumanos o degradantes son crímenes internacionales, expresamente sancionados en el artículo 46 de la Constitución, y que de acuerdo con la Ley Especial para Prevenir y Sancionar la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, la tortura es castigada con prisión de entre 15 y 25 años, además de inhabilitación para el ejercicio de la función pública y política, por un período equivalente a la pena decretada. En el caso de trato cruel, la sanción es de entre 13 y 23 años de prisión e inhabilitación para el ejercicio de la función pública y política por un período equivalente al de la pena decretada.
La investigación de la muerte de Rodolfo González es una obligación que corresponde al Estado y debe ser cumplida seriamente y no como una mera formalidad. La responsabilidad del Estado no sólo se encuentra comprometida cuando éste, a través de la conducta de sus agentes, lesiona un derecho, sino también cuando omite ejercer las acciones pertinentes para investigar los hechos, procesar y sancionar a los responsables. Por eso es vital la obligación de juzgar.
Ante la falta de transparencia y debido proceso que caracteriza todos los procesos penales que se han emprendido contra centenares de opositores venezolanos, no es tan simple admitir que “el Aviador se suicidó”. El legítimo reclamo de las víctimas y de la sociedad venezolana es la reivindicación del derecho a la verdad. Una verdad que satisfaga a todos y sirva como garantía de no repetición de torturas y tratos crueles inhumanos o degradantes.
Más específicamente: los órganos jurisdiccionales deben ofrecer resultados convincentes sobre lo que se hizo, quiénes lo hicieron, cómo lo hicieron y por qué lo hicieron. Esta tarea le compete al Ministerio Público y al Poder judicial, sin olvidar que el proceso penal también debe surtir una reparación integral.