Profesora, ¡ni se le ocurra salir hoy por los pasillos, habrá problemas!», le advirtió Pablo, buen alumno, a su profesora Lucía. Los nombres son ficticios, pero la historia es real… «Lucía» siguió relatando problemas de violencia en el liceo donde labora, y yo me preguntaba ¿Cómo puede un educador poner a funcionar el cerebro creativo cuando debe decidir si se mete debajo del escritorio o sale corriendo cuando escucha «ruidos raros» que se confunden con fuegos artificiales? Difícil: tenemos derecho a educar en paz, porque la violencia no nos deja enseñar a nosotros, ni aprender a los alumnos.
El asunto es muy serio y complejo, por eso cuesta abordarlo. La acumulación de problemas no resueltos, postergados, disfrazados, escondidos, negados muchas veces, lo que ha hecho es agravar la violencia en las escuelas.
No se trata solo del acoso escolar, violencia entre pares, también hay violencia de alumnos contra maestros, de la comunidad contra la escuela, de la inseguridad camino a la escuela… En una escuela de Fe y Alegría de San Félix, el año pasado, todas las maestras fueron atracadas a la salida. Una de ellas me contó que la habían atracado 5 veces en el año escolar. ¡Póngase en su lugar!
Reconocer la realidad
Tampoco se trata de hacer un rosario de casos -un libro podría escribir-; se trata, primero, de la necesidad imperiosa de que reconozcamos todos que la violencia en los centros educativos es una realidad. Segundo, se trata de comprender que esta situación nos está afectando a los educadores. En Venezuela no tenemos datos duros sobre el problema, pero tenemos datos «blandos» que se vuelven duros por el drama que representan. Por ejemplo, docentes que renuncian ante amenazas, docentes que quisieran renunciar pero no lo hacen por necesidad, o docentes jóvenes, que debieran estar animados y reflejan en sus rostros la desesperanza. Se trata entonces de activarnos nosotros, los educadores y educadoras, para abordar el problema, para proponer salidas, para extender la mano a las familias y juntos salvar a los alumnos -responsabilidad que no podemos delegar- y salvarnos a nosotros mismos.
Este derecho supone: apoyo profesional para educadores y familias, seguridad en el entorno de las escuelas para llegar todos tranquilos a ellas, formación adecuada para el abordaje de los problemas, programas permanentes -no acciones espasmódicas- de prevención. Se necesitan políticas públicas, hay que exigirlas, y mientras llegan, anticipar la esperanza con nuestro trabajo.
ww.cfipj-feyalegria.org (El Universal, 22.01.13)