“¡Fue terrible profesora! Era lunes, a la hora de entrar los niños del turno de la tarde, la balacera duró 7 minutos. Mandamos a todos a echarse al suelo. Los niños estaban muy asustados y nosotros muy angustiados.” El intercambio de balas sucedía menos de una cuadra de la escuela.
José, el director del centro de Fe y Alegría de un barrio de Valencia, contaba el evento con rostro de preocupación. Comentó que el miércoles de la misma semana había habido otro tiroteo, esta vez de 3 minutos, a media mañana. “Ya no hay horario libre de balas”, añadió.
Imaginen la escena: la entrada llena de niños y niñas llegando a su escuela, y como fondo, el sonido de los disparos no eran fuegos artificiales anunciando la resurrección, pues la anécdota es del lunes 6 de abril.
El jueves de esa semana, en diarios de la capital carabobeña, otra noticia trágica: una niña de apenas 3 años que vivía en el sector Flor Amarillo, después de dos días hospitalizada por haber recibido un disparo, moría. ¡Tres años! Ni siquiera llegó al preescolar. Ese mismo día, un pequeño que cursa primer grado en la escuela Santa Ana de Fe y Alegría, en otro barrio de Valencia, fue herido de bala por unos delincuentes armados. Esta fuera de peligro, pero es igualmente terrible la noticia.
Estamos hablando de niños, no son solados de un ejército en un país con conflicto bélico abierto. Es una guerra real, con armas, balas y heridos y muertos, pero totalmente asimétrica: violentos armados de un lado – sin control ni línea de mando unificada – y víctimas inocentes del otro, sin más armas que lápices y colores.
Sólo estoy mencionando casos escuchados durante 4 días, mientras se realizaba un curos para que maestras y madres de colegios de Fe y Alegría se formaban para organizarse como Madres Promotoras de Paz. Esas y otras historias, sirvieron de telón de fondo para el curso. Sólo uno de estos sucesos salió en la prensa. Nadie reporta la angustia, la sensación de indefensión de madres y maestros de entornos pobres y violentos, ahí no hay escoltas ni carros blindados. Siguen trabajando, pero con la impresión de cada día es como un premio de lotería.
¿Cómo paramos esta guerra endógena? ¿Cómo hacer entender a los que tienen poder de decisión que esta guerra no es hipotética y que tiene víctimas reales cada semana?
Creo que lo primero es seguir repitiendo que no es normal morir a los 3 años de un disparo, ni tener heridos en un salón de primer grado. No podemos acostumbrarnos.
Hay que explicitar nuestro rechazo a los métodos violentos – vengan de donde vengan – y exigir el derecho a vivir en paz, el derecho a ir a la escuela sin temor a encontrar una bala en el camino. En segundo lugar, hay que recordar a las autoridades, aunque suene a disco rayado, que los niños, niñas y adolescentes, según nuestras leyes, son Prioridad Absoluta, y eso supone obligaciones para el Estado y para la sociedad.
Queremos ver Políticas Públicas eficaces– metas a corto mediano y largo plazo, recursos, seguimiento y no operativos – no lemas y afiches efectistas mientras mueren los pequeños. ¿Cuánto se está destinando a la protección integral de niños, niñas y adolescentes? Me gustaría ver esa cifra en los titulares de la prensa. En tercer lugar, hay que crear organizaciones de apoyo mutuo en los sectores populares, el miedo compartido se reduce, solos no podemos. J.A. Marina, en su Anatomía del Miedo (Anagrama, 2006) da 10 consejos contra el miedo, entre ellos, dice que hay que fortalecerse (Intensidad del miedo es igual a gravedad del peligro entre fortaleza personal), por eso hay que crecer como personas, unir esfuerzos, juntarnos y es posible que muchos formemos un coro a favor de la vida en este país. ¿Será que nos escucharán los de arriba?