Hace unos días, una abuela, como casi todas las abuelas, orgullosa de su nieta menor, que tiene apenas dos años, comentaba sorprendida cómo la pequeña Victoria aprendía con facilidad cosas buenas que ella le va enseñando. “Cuando comemos un helado, termina, agarra la tinita y busca donde está el basurero para botarlo, como me ha visto que hago cada vez que salimos a merendar. Cuando me ayuda a acomodar las compras, ella misma se aplaude, en señal de aprobación, como lo suelo hacer. Al despedirme la abrazo y le digo que la quiero y beso a su muñeca preferida. Ella lo repite. Ahora le enseñaré a decir que quiere a su papi, a su mami… ¡Es increíble cómo aprende!” ¡Buen trabajo de abuela! A querer se aprende si hay quien lo enseñe. Se aprende a querer y se aprende a odiar también.
Cada etapa de la vida tiene su correspondiente dosis de educación de los afectos. Los más pequeños están para recibir, para saberse y sentirse queridos y aceptados, y a medida que van creciendo hay que enseñarles a querer y aceptar a los que le rodean. El adolescente todavía necesita saberse sentirse querido -para reducir su inseguridad- pero ya está en capacidad de entender que no es el centro y que tiene responsabilidades afectivas con los otros. Eso también se aprende, alguien debe enseñárselo. Creo que ese joven que mató a una estudiante en un liceo caraqueño, en enero de este año, no había aprendido que un rompimiento amoroso es normal en esta vida y no se soluciona matando a la ex novia, por ejemplo.
Mucha violencia interpersonal se ahorraría tanto en los hogares, como en la escuela y en la calle, si educáramos la afectividad. Saber, por ejemplo, expresar nuestros sentimientos adecuadamente; saber que el amar no supone posesión del ser amado -“Si no es para mí no será para nadie” no es una frase del que ama, sino del que tiene miedo de no ser amado; saber que el amor es gratuito y no debe esperar recompensa, “Si tú me amas, debes hacer lo que te digo”, eso va para los padres y madres y para los políticos también, además, el deber cumplido es “deber”, se reconoce pero no requiere agradecimiento; saber que el ser amado es tan humano como yo y comete errores, reconocerlo no significa que he dejado de amarlo. Todos queremos a nuestros padres, aunque no sean perfectos, aceptar que tienen defectos y que se equivocan, no quiere decir que los hemos dejado de amar. Así es el afecto de las personas maduras. Eso va para los padres y madres, para los educadores y… para los ciudadanos en relaciones a sus gobernantes.
El que siembra afectos, el que enseña a amar, debe saber que el verdadero amor no busca la dependencia del ser amado sino su autonomía. No entrega el educador muletas al alumno, sino capacidad para que pueda caminar solo, sin su ayuda. Dicen que cuando el alumno supera al maestro, es porque este último ha sido muy bueno en su trabajo. Eso va también para los gobernantes.
Educar la afectividad también supone educar para aceptar la muerte como algo natural. No hablo de las muertes violentas porque esas son “muertes anticipadas”, estas debe ser rechazadas, esas no son naturales-, hablo de morir de una enfermedad, por ejemplo, hablo de las muertes normales de las abuelitas que se van de esta vida porque ya cumplieron y están viejitas… hablo de la muerte que es lo único seguro que tenemos en esta vida.
Educar la afectividad es también, ayudar al otro a tener la madurez necesaria en los adultos. Eso va para los padres y las madres, va para los educadores y también va para los gobernantes. (Correo del Caroní, 18.03.13)