Cristhalys Jiménez tenía 8 años. El 30 de diciembre salió con sus padres y hermanos a visitar amistades en la Vista al Sol, y su padre se metió por una de esas calles que están bloqueadas. Unos sujetos armados comenzaron a disparar y la niña salió herida gravemente. Después de varios días en el hospital, murió en los primeros días de enero. Estudiaba tercer grado. Su pupitre quedó vacío. Hace una semana, una joven estudiante del Liceo Andrés Bello -Caracas- jugaba en la cancha del plantel y una bala -destinada a otra estudiante- la alcanzó. Tenía 16 años y murió, en pleno horario escolar, de manera violenta.
En realidad ninguna muerte violenta puede ser vista como algo “normal”. Todos tenemos que morir, pero hay maneras de morir -como los homicidios- que no son normales. Un homicidio supone que alguien accionó un arma, o dio un golpe, supone que alguien causó la muerte al otro. En Venezuela, según el Observatorio Venezolano de Violencia, hubo el año pasado 21.600 muertes violentas, y, al menos en Caracas, los niños y adolescentes se encuentran entre las víctimas habituales. Según el diario El Nacional, 122 menores de 18 años murieron en la capital de manera violenta; en Ciudad Guayana, según Correo del Caroní, 45 menores perdieron la vida de la misma manera. Todas las muertes nos duelen, pero la de los niños y adolescentes nos duelen mucho más y deberían obligar a los adultos a reflexionar seriamente sobre el país, pues se supone -de acuerdo la Constitución, la Lopnna y la Convención Internacional de Derechos del Niño, el Estado, la familia y la sociedad somos responsables de los derechos de los niños, niñas y adolescentes.
Volvamos a los dos casos mencionados: la niña de 8 años -estudiante de tercer grado- y la joven de 16 años -estudiante de bachillerato. La primera muere por el exceso de balas que andan sueltas buscando víctimas -toda bala busca víctimas-, ¡cuántos niños han muerto jugando en la puerta de su casa, y hasta durmiendo dentro de su hogar! ¿Podemos considerar esos casos como “muertes por ajuste de cuentas” como a veces dicen las autoridades? ¿Son peligro para alguien como para que haya que “defenderse”? Ni siquiera se suceden esos hechos en horarios de riesgo o en lugares de riesgo… Aunque pensándolo bien, en Venezuela cualquier lugar y cualquier momento es un riesgo para los niños y adolescentes. En el segundo caso, creo que es más grave: la joven muere en el patio de un liceo, un lugar que debiera ser seguro para alumnos y profesores. Los supuestos culpables de este segundo caso son otros compañeros del centro educativo: ¡otros adolescentes!, la supuesta causa: uno de los estudiantes quería vengarse de su exnovia porque habían terminado, ¿esa es la manera de enfrentar una ruptura amorosa entre adolescentes? ¿Por qué un estudiante va armado al liceo?… Son muchas las preguntas que debemos hacernos.
Este último caso debería hacernos reaccionar a muchos: primero, al Estado porque es hora de reconocer que la violencia en las escuelas es una realidad que no se puede seguir ocultando y que hay que abordar con valentía, inteligencia, y perseverancia, con políticas públicas; en segundo lugar, a las familias, porque sus hijos e hijas están corriendo peligro en las escuelas, los padres y las madres deben conversar con sus hijos sobre este tema, revisar qué consejos están dando a los hijos para resolver los problemas, deben crear un clima de confianza para que estos asuntos se traten en la casa; en tercer lugar, a los educadores, porque la principal tarea de la escuela es enseñar a convivir pacíficamente, y el caso mencionado puede tener como trasfondo que la afectividad no está siendo tomada en cuenta como una dimensión importantísima, y no tiene espacio en el horario escolar.
Somos muchos los que deberíamos estar poniendo el tema en la palestra pública y dejar nuestras camillas para echarnos a andar, por el bien de los alumnos, y por el bien de nosotros los educadores. (Correo del Caroní, 21.01.13)