Nuestra dignidad humana no debe confundirse con autoestima, con calidad de vida…
En Venezuela la extensión del problema de la victimización delictiva es abrumante. Según la ENVPSC la tasa de victimización por homicidio a nivel nacional era de 75 por cada 100 mil/h (INE, 2009) y el crecimiento de la tasa de homicidios por cada 100 mil/h ha sido de 13 en 1990 a 57 en 2010 (OVV, 2011); es decir, que en 20 años se han incrementado las muertes violentas en más de 400%.
Cuando reflexionamos sobre las respuestas que la sociedad y el Sistema de Justicia han dado a las víctimas y a los victimarios penales, pudiéramos concluir que ambos han sido «utilizados» por los primeros. A las víctimas las han dejado sin voz ni voto, como simples testigos u obreros del proceso, y al delincuente o victimario como chivo expiatorio de un orden social y económico excluyente; a pesar de que ambos tienen reconocidos derechos y deberes como ciudadanos, así también como actores del Sistema Penal. Sin embargo, no hemos logrado elaborar una Política Nacional de prevención adecuada de la victimización penal para al menos, reducir su incremento, ni hemos alcanzado ofrecer remedios que le permitan a la víctima recuperarse de los efectos dañinos derivados del delito y de la violación de derechos humanos, y al victimario reintegrarse a su familia y comunidad sin etiquetas ofensivas sino como una persona que cometió un grave error, pero que es capaz de continuar su vida interactuando adecuadamente con los demás. Tanto la sociedad como el Estado los victimizan, una y otra vez. De esto, todos somos responsables al olvidarnos del valor que cada uno de nosotros tiene.
Sólo reconociendo nuestra verdadera esencia de seres humanos dotados de un valor extraordinario, podremos «empoderarnos» y protegernos de la vulneración de lo más humano que hay en nosotros: nuestra dignidad, que es una condición que todos poseemos y que nos permitirá reconocernos en el otro y establecer interacciones más respetuosas y humanas. Asidos de ella, transitaremos por caminos que nos lleven a transformar la cultura de la violencia en una cultura de paz, de justicia, de compasión por el sufrimiento del otro, de reconciliación y de perdón y, sobre todo, de respeto a uno mismo y a los demás.
En la época moderna, el concepto de dignidad humana se deriva de la concepción de que «el hombre es un ser excelente por los rasgos que derivan de su única naturaleza humana» y se le ha añadido, como señaló Kant, que «… en el mundo todo tiene un precio, excepto la dignidad humana que es inestimable».
La dignidad es el reconocimiento en la persona del valor de ser humano. Alguien que no piense, no hable, no camine, alguien que sea víctima o victimario/a no dejará nunca de ser digno/a, así como tampoco dejará de ser humano/a. Nuestra dignidad humana es una condición permanente. No debe confundirse con autoestima, con calidad de vida, entre otros conceptos a los que se ha vinculado. Ojalá lleguemos pronto a comprender que cuando vulneramos al otro, nos vulneramos a nosotros mismos. Reconocer nuestra verdadera esencia es el primer paso para que los humanos dejemos de victimizarnos.
María Josefina Ferrer El Universal 14.02.2012