Quienes hacemos educación en derechos humanos sabemos que sistemáticamente, en cada taller que organizamos, en la rueda de preguntas posterior a cada conferencia , en todo programa televisivo o radial en los que participamos, estamos expuestos a responder la ya clásica pregunta: ¿Y quién defiende los derechos humanos de las víctimas de la delincuencia?, que se ha convertido en una especie de leit motiv de una matriz de opinión que pretende mostrar a los derechos humanos como un obstáculo en la lucha contra la delincuencia. Variaciones sobre ese mismo tema fueron las opiniones vertidas en contra de la derogación de la inconstitucional ley sobre Vagos y Maleantes, la actual campaña por la desaplicación del Código Orgánico Procesal Penal, el llamado de ciertos gobernantes a que los ciudadanos hagan justicia por sus propias manos, y como último peldaño de esta escalada, la posibilidad de la instauración de la figura de la «pena de muerte» en nuestro ordenamiento legal.
Sostenemos que esta visión dicotómica entre los derechos de las «víctimas» y de los «victimarios», como contraponiéndose unos con otros, además de falsa, encierra una visión restrictiva de la función del Estado en una sociedad democrática. A lo largo de estos años, hemos sostenido reiteradamente que el único garante, y por lo tanto el único violador de los derechos humanos es el Estado, porque así se ha comprometido ante la comunidad nacional e internacional. Esta afirmación de ninguna manera impli ca indiferencia ante un problema tan grave como es el accionar de la delincuencia al que estamos todos expuestos; por el contrario, coloca el acento donde debe estarlo, y no desvía la responsabilidad del control de tan grave situación en quienes no la tienen.
Afirmar –como lo hacemos sin cortapisas- que el derecho a la vida es inviolable e inherente a todas las personas, implica no pocas obligaciones para un estado. Como garante de este derecho, debe –por mencionar sólo algunas responsabilidades- organizar sistemas policiales eficaces en la salvaguarda de la vida y seguridad de toda la ciudadanía, garantizar una administración de justicia independiente y eficaz que investigue, juzgue y condene a quienes cometieron delitos, desarrollar un sistema penitenciario humanista que permita a los condenados –una vez cumplida la pena- el reintegro a la sociedad, así como en un sentido más amplio, pero no por ello menos real, garantizar la salud de la población y su seguridad alimentaria.
Del cumplimiento de tales obligaciones depende el bienestar de toda la ciudadanía y no sólo de una parte de ella.
Dividir a la población entre «buenos» y «malos», otorgándoles derechos y garantías sólo a los primeros e instigando a que éstos hagan justicia por sus propias manos en contra de los segundos, es una barbaridad jurídica que no resiste el más mínimo análisis. Sin embargo, tales alegatos, en boca de funcionarios públicos tienen consecuencias nefastas para la vida democrática, pues no hacen más que echarle leña a la candela de la violencia cotidiana, con lo que seguramente será el mismo pueblo al que supuestamente se quiere defender, quien pagará con más dolor. Podríamos vernos reflejados en algunas realidades del resto del continente para poner nuestras barbas en remojo: ¿qué distancia hay entre permitir los linchamientos populares y la creación de brigadas de «limpieza social», tristemente famosas en otras latitudes? Si aceptamos la existencia de «ciudadanos sin derechos», ¿por qué no usar contra ellos procedimientos tan abominables como la tortura? Si creemos que alguien puede abrogarse la potestad de determinar que hay «seres irrecuperables o desechables», ¿por qué no recurrir a la pena de muerte?
Si la ciudadanía permite que se socave el principio de la universalidad de los derechos humanos, que bien se traduce en la feliz frase «Todos los derechos para todos y todas», queda indefensa ante peores atrocidades que puedan cometerse contra ella misma.
Por último, llama la atención que sean personeros de un movimiento que habla de refundar la República, quienes apelen a procedimientos tan obsoletos como la «Ley de Linch» o la reinstauración de la pena capital, tan alejadas ambas del espíritu republicano de nuestra historia democrática.
María Isabel Bertone
Coordinadora del Área de Educación
Provea