La Constituyente está en peligro de convertirse en un escenario para el desenvolvimiento de viejas y nuevas élites. La población está mirando, desde las gradas, un juego en el que los protagonistas son los partidos (de gobierno y oposición), los grupos económicos y algunas organizaciones no gubernamentales (ONG), que se entienden a sí mismas como las verdaderas «representantes de la sociedad civil».

Si, como viene sucediendo, la población no es estimulada a organizarse para pensar, discutir, proponer e incidir en el proyecto del próximo país, no aceptará, después, la invitación a ejecutarlo, defenderlo y exigirlo. Aun cuando, en el mejor de los casos, este proyecto sea estupendo. Eso supondría el fracaso rotundo del proceso constituyente: un proyecto de país que no tenga al pueblo como actor.

Desde la antigüedad ya se sabe que la ley es como la telaraña: «enreda al débil pero es rota por el fuerte». La ley más importante del país no es, ni será la excepción. Que la mejor offset de la Imprenta Nacional edite millares de ejemplares de una Constitución, en donde se reivindiquen los derechos humanos, no es ninguna garantía de la efectiva concreción de la dignidad de la población.

Los derechos humanos sólo serán efectivamente garantizados en la medida en que el sujeto de derecho tenga poder para hacer (imponer, controlar) que esto suceda. El poder al que aquí se alude se construye a través de procesos en donde la población se informa, se forma, delibera, se organiza, se articula y participa con propuestas que logran ser institucionalizadas y, luego, socialmente fiscalizadas.

Tal como está diseñada la Asamblea, el debate social sobre el contenido de la nueva constitución, se estrellará en una institucionalidad constituyente cuyos mecanismos no permiten el diálogo efectivo con la población. La participación social no parece estar en el imaginario del alto gobierno, dado que no es estimulada más allá del llamado a votar o de la creación de una comisión para que recoja propuestas. Eso, hay que decirlo, no es coherente con aquel discurso en el que se reivindicaba la soberanía popular, y en el que se ensalzaba a la «democracia participativa».

La modificación de las relaciones de poder de una sociedad no se limita a cambiar «unos» por «otros», sino «unos» por «todos». Al menos, eso es lo que entendemos por «democracia participativa» y es lo que aspiramos sea impulsado. En ello se juega la suerte de este gobierno: puede conformarse con llegar a ser algo así, como «lo mejor de lo mismo», que es una manera de ser «más de lo mismo», o puede invocar «los poderes creadores del pueblo» más allá de los discursos.
Pese a que el diagnóstico es adverso a lo deseado, lo que incluye escasez de tiempo, nos atrevemos a bocetear una propuesta. El Ejecutivo (la Comisión Constituyente y el Ministerio de Educación) puede impulsar una alianza con una diversidad de organizaciones sociales mediante la cual se diseñe y ejecute una política destinada a generar condiciones para que los poderes de los que habló Nazoa se activen y expresen.

Tal política debería tener un componente pedagógico y otro de institucionalización política de la participación social. El primero supone un plan nacional de información y formación sobre la Constituyente, sus límites y posibilidades. Campañas massmediáticas, pero también, espacios formativos en todos los rincones del país mediante los cuales la gente conozca la Constitución del 61, la estructura y funcionamiento del Estado y el piso mínimo desde el que debe partir el debate sobre la próxima constitución; las conquistas republicanas y el espectro completo de los derechos humanos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y de los pueblos.

El segundo componente supone generar, como continuidad del anterior, un debate constituyente en los espacios locales. Que la gente delibere sobre lo que quiere que sea el país y sobre los modos de lograrlo y formalizarlo como proyecto en una ley nacional. Esta discusión debe ser sistematizada y presentada a los candidatos de cada circunscripción. Esto generaría organización, empoderamiento y apropiación social del proceso.
La Asamblea misma, luego de instalada, podría continuar el trabajo de su propio rescate, asumiendo la legitimidad del debate previo e institucionalizando, tal como lo proponen algunos candidatos independientes, asambleas locales con vínculos formales con la ANC.

La calidad del proceso, y no sólo sus resultados, es que lo podrá salvar a la Constituyente. El movimiento de derechos humanos apuesta por esa calidad, en la búsqueda de una sociedad en la que la brecha entre gobernados y gobernantes sea pequeña, en tanto los primeros puedan controlar las decisiones de los segundos. Convertir eso en instituciones, es sin duda, el mejor mecanismo de garantía y respeto de los derechos humanos.

Antonio J. González Plessmann
Coordinador del Área de Información
Provea

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