Cuando se ve venir una patrulla policial hacia la esquina en la que se comparte un chisme o una cerveza, en las zonas populares urbanas, es común que alguien comente ‘ahí viene el gobierno’. A quien escucha la frase por vez primera, puede parecerle una simplificación que se equipare la suma de múltiples instituciones a tan sólo un par de funcionarios y un carro de una de ellas. No obstante, al problematizarla se descubre una construcción sintética muy acabada.

El gobierno, entendido como la suma de las instituciones del Estado y no sólo como el poder ejecutivo, mantiene una relación física muy débil con los habitantes de los sectores populares. De la Cuarta República (en sus etapas populista y neoliberal, que no han terminado de morir) a la Quinta, el asunto no ha variado demasiado: la población pobre está excluida de la mayoría de los servicios que debe ofrecer el Estado y de un mercado que la necesita poco como mano de obra y al que difícilmente accede como compradora.

La nueva hegemonía política viene adelantando, fundamentalmente en el terreno discursivo, con inmensos déficit gerenciales, contradicciones internas y falta de tacto, algunas políticas que apuntan a la inclusión y que son consistentes con los derechos sociales. No obstante, los resultados no terminan de verse con claridad. El gobierno y los servicios inclusivos a los que está obligado, continúan siendo vistos, desde los sectores populares, más como asuntos lejanos, externos u ocasionales que cotidianos.

De las instituciones estatales, es la policía la que mayor relación física y cultural sostiene con los sectores populares. A su manera, siempre está por ahí: en las redadas a la entrada del barrio, en los enfrentamientos reales o ficticios, en el levantamiento de los cadáveres de la noche anterior, en la relación de vecindad con el funcionario, en las páginas más leídas de los diarios. La policía es el Estado en sus vidas. Por eso al avistarla, se dice que «viene el gobierno» y, lo que es más importante, al ser permanente en ese venir, deviene en importante aparato pedagógico gubernamental.

La policía es la cara estatal más cercana a las mayorías, pero ello no implica que sea un servicio inclusivo. Su pedagógica manera de ser gobierno frente a los sectores populares, conlleva a la normalización de la arbitrariedad: mata, detiene o maltrata arbitrariamente, tolera los delitos de algunos y produce un discurso que ayuda a criminalizar la pobreza. Esa arbitrariedad no es gratuita, se puede leer como el correlato lógico de un Estado y un mercado excluyentes. La policía sirve, independientemente de lo que señalan sus estatutos, para mantener la exclusión. Recuerda con su arbitrariedad, a los excluidos, los riesgos de un posible comportamiento contrario a la continuidad del modelo. La cartilla de su acción señala: ‘tolera tu exclusión, pues ya ves que yo no soy tolerante’.

En un artículo anterior (El Nacional, 31.07.01), sugerimos que se buscaran los ‘éxitos’ silenciosos que existen tras los fracasos que constituyen, para los cuerpos de seguridad, las muertes arbitrarias de jóvenes de los sectores populares tipificadas como violaciones al derecho a la vida. Sugerimos algunos ‘beneficios’ que esas muertes podrían traer al funcionario, la institución y la sociedad. Lo que aquí se señala, es otro posible logro de esas muertes, uno cuyo beneficiario es un modelo societal que se sustenta en la necesidad de mantener a las mayorías al margen. A diferencia de lo que ha hecho la nueva hegemonía política con el resto de las instituciones públicas, en el campo de la seguridad ciudadana, la transformación ni siquiera se ha proclamado.

La policía hoy, sigue siendo ‘el gobierno’ y sigue cumpliendo eficazmente una función de contención, lo que implica un éxito para el modelo, pero un fracaso para la dignidad de la población y para el proyecto de país que se aprobó en 1999. Hoy como ayer, parece que cuando ‘viene el gobierno’ es para enseñar a aguantar a un modelo en el que las mayorías sobran.

Antonio González Plessmann
Coordinador Área de Información
Provea

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