Según la Real Academia Española (RAE), discriminar significa «distinguir, diferenciar o separar». La capacidad de discriminar es, desde el punto de vista del intelecto, una habilidad importante del ser humano que nos permite vivir en un mundo más organizado. Los seres humanos categorizamos de acuerdo a una serie de atributos: color, forma, tamaño, apreciaciones estéticas o morales, entre otros. La selección no es una acción negativa en sí misma; ésta se vuelve discriminatoria en el sentido negativo del término cuando se sustenta en prejuicios, estereotipos o preconceptos que menoscaban los derechos fundamentales de las personas.
Seleccionar a un alumno dentro de un grupo para participar en una competencia deportiva por las cualidades demostradas en el ejercicio de ese deporte no constituye un acto discriminatorio frente a los restantes estudiantes. Pero sí lo sería, por ejemplo, si el criterio aplicado para la selección se fundamenta en su condición sexual (preferir a un niño que una niña por el simple hecho de serlo) o socioeconómica (elegir a aquel que posee los recursos económicos para asistir a la competencia), desdeñando los derechos a la igualdad y participación que poseen todos los seres humanos y por ende, los niños y las niñas.
Razones históricas de diversa índole han provocado que ciertos grupos de personas hayan sido intensamente amenazados o vulnerados en sus derechos y especialmente discriminados de manera sistemática e institucionalizada. Uno de los grupos especialmente afectado de mil maneras ha sido el de los niños, niñas y adolescentes. Esta situación ha llevado a que se elaboren una serie de instrumentos internacionales con el fin de prohibir o erradicar dichas prácticas discriminatorias, adoptando medidas con el fin de acelerar la igualdad de hecho de esos grupos discriminados. Esto es lo que se ha denominado «discriminación positiva».
En definitiva, de lo que se trata es de favorecer y hacer justicia a aquellos grupos vulnerables tradicionalmente postergados por diversas razones. En ese marco se incluye, por ejemplo, la Convención Contra Toda Forma de Discriminación en la Enseñanza, aprobada por las Naciones Unidas en la década del sesenta, o la más reciente Convención de los Derechos del Niño (1989), la cual ha servido de sustrato y fundamento a nuestra Ley Orgánica para la Protección de Niño, Niña y Adolescente (Lopnna).
Es importante establecer dos niveles de discriminación, igualmente perjudiciales: la discriminación individual y la institucional. La diferencia sustancial entre ambas pasa por el manejo del poder, ya que es a partir del manejo del poder que algunos sujetos controlan instituciones (como las escuelas) y así legitiman o refuerzan las políticas y prácticas discriminatorias. Sólo entendiendo que la discriminación escolar tiene que ver con un problema sistémico y no simplemente con una aversión individual hacia determinadas personas o grupos, es que podemos comprender en su justa dimensión los efectos destructivos de la misma. Seguiremos profundizando el tema en próximas entregas.
Pablo Fernández
Coordinador General de la Red de Apoyo