La muerte de Franklin Brito, hace pocos días, me hizo volver sobre la reflexión que lanzó hace algún tiempo Laureano Márquez en estas páginas de TalCual. Básicamente Laureano le pedía a Brito que suspendiera su huelga y para ello esgrimía una razón de peso.
A su juicio, la sociedad venezolana, en líneas generales, era más bien ingrata y no podría valorar, en su debida dimensión, la acción del productor agropecuario, devenido en mártir por la indolencia gubernamental.
La muerte de Brito evidencia la cerrazón oficial, incapaz de revertir una decisión, aún cuando ésta resultó a todas luces injusta. La pregonada reforma agraria, cuyo éxito luce distante si nos guiamos por las cifras de producción del campo venezolano, tiene en Brito una simbólica víctima. No era un terrateniente y le asistía la razón.
Los hechos políticos y sociales en Venezuela ocurren con tal velocidad, que a veces es difícil seguirles. Pero al mismo tiempo, en nuestro país persisten situaciones sobre las cuales conviene volver.
Un caso emblemático del último año fue la porfiada huelga de hambre del productor agropecuario Franklin Brito.
Hay varias cosas sobre este caso: en primer lugar continuó con su protesta silenciosa hasta las últimas consecuencias, hasta morir; en segundo término estuvo literalmente detenido contra su voluntad en una institución de salud estatal; y en tercer término, le acompañó un silencio cómplice por parte de diversas autoridades que debieron velar por sus derechos, tales como la Defensoría del Pueblo y la propia Fiscalía General de la República.
Tampoco puede soslayarse que el conjunto de la sociedad que dice defender derechos democráticos, se olvidó de la protesta de este hombre, que básicamente le exigía al Estado que rectificara y que él, como pequeño productor agropecuario, pudiese volver a las tierras de su fundo Iguaraya, que resultaron invadidas el 28 de mayo de 2003. Brito murió solo y en silencio.
El año pasado Brito se cansó de las citaciones a tribunales y de acuerdos con entidades como el Instituto Nacional de Tierras, pues no tenían efecto real en el derecho que le asistía de recuperar sus tierras. El último año en la vida de Brito se dividió en dos partes, la primera con una huelga de hambre a las puertas de la Organización de Estados Americanos (OEA); la segunda, con huelgas intermitentes dentro de las instalaciones del Hospital Militar de Caracas al cual fue llevado en contra de su voluntad.
Brito, con su singular protesta, básicamente reclamó atención, tanto del Estado para la rectificación que nunca llegó, como de la sociedad para que se solidarizara con su lucha. A fin de cuentas, Brito hizo uso del recurso extremo de no ingerir alimentos para expresar su punto de vista. Su fallecimiento lo ratificó como un hombre de palabra. Murió en silencio.
El gobierno de Venezuela desoyó el conjunto de medidas cautelares que dictó, en su momento, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para proteger al productor agropecuario y que formaron parte del acuerdo para que Brito levantara su protesta de las puertas de la OEA en Caracas.
Con la protesta de Brito estamos en presencia de una clara demostración de cómo el ciudadano de a pie en Venezuela tiene negado el espacio para exigir rectificaciones del Estado, cuando éste hace uso arbitrario del poder. Según el testimonio suyo, se cansó de asistir a tribunales que básicamente se mueven por razones bolivarianas, es decir se mueven cuando hay bolívares de por medio. Brito se enfrentó a la ausencia de canales efectivos para que la voz del ciudadano pueda hacerse oír.
Tampoco el rol de la Defensoría del Pueblo sale bien parado. Ha debido ser precisamente la Defensoría la que actuara para defenderle ante los abusos del Estado y la falta de respuestas para rectificar una vez que se tomaron las decisiones erróneas en torno a sus tierras.
Al contrario, la Defensoría no ha defendido al pueblo, que en este caso era una persona concreta, Franklin Brito, sino que actuó en contra de éste, optando por favorecer al Estado. La reclusión de Brito en unas instalaciones hospitalarias en contra de su voluntad fue también una forma de acallar su protesta, y de intentar que ésta tuviese menos impacto público.
Es decir, fue otra manera de cercenar el derecho a la expresión. Esta pérdida de libertad fue refrendada por entidades que debieron defenderle, pero que le endilgaron una supuesta insania mental; a fin de cuentas se trató de desacreditarlo a los ojos del público. Su muerte, por el contrario, lo reivindica.
La Defensoría y la Fiscalía tienen una clara responsabilidad en el fallecimiento de Brito, tal como lo ha señalado el comunicado de la coalición de organizaciones de derechos humanos, el Foro por la Vida.
Con Franklin Brito, en el fondo, no estuvo en juego sólo un asunto de tierras, sino el derecho a expresarse de un ciudadano. La sociedad democrática no debe olvidarlo.
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