Cada año mueren 10 mil obreros franceses como consecuencia de haber trabajado en construcciones con cemento de amianto, superando en 1.500 el número anual de muertos en accidentes de tránsito en Francia durante 1999. Además de rentable, el amianto es resistente al fuego y por ello fue usado como material de construcción sin reparar en los daños a la salud de los trabajadores y de los habitantes de los inmuebles. Los ingleses viven hoy bajo el temor de morir, padecer enfermedades o transmitirlas a sus descendientes, a causa del consumo de carnes bovinas infectadas por el síndrome de las vacas locas. La rentabilidad de la ganadería en el Reino Unido había sido mejorada alimentando las reses con piensos de origen animal, causantes del síndrome, a pesar de que las vacas son animales herbívoros. Son sólo dos ejemplos de dos países con una amplia tradición jurídica protectora de los derechos humanos de sus habitantes.

Hoy los dirigentes europeos son vistos con desconfianza por ciudadanos que se preguntan si se puede delegar, ciegamente y sin control, a los poderes públicos, todas las decisiones que comprometan el futuro colectivo. Los daños causados son irreparables y es ostensible la violación del deber de prudencia por parte de los gobiernos.

El artículo 26 de la Constitución venezolana reafirmó el derecho a la tutela judicial efectiva y lo amplió a los derechos e intereses colectivos o difusos. Precisamente, son estos últimos los que han sido vulnerados en Francia y en el Reino Unido.  Ahora bien, si a una negligente o dolosa desprotección de dichos derechos por parte del Poder Ejecutivo, le sumamos un Poder Judicial que restringe las posibilidades de accionar jurídicamente en su defensa, como parece ser la tendencia de las recientes decisiones de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, se aumenta el riesgo para la población venezolana de que le produzcan daños irreparables e irreversibles en sus derechos. Si finalmente agregamos una insuficiente legislación que no protege de manera adecuada contra esos daños, podemos estar ante un cóctel letal, que atentaría contra la justiciabilidad preventiva de dichos derechos.

En efecto, en los procesos contencioso-administrativos, las leyes prevén que los jueces deberán ordenar obligatoriamente la suspensión de los efectos de los actos dañinos solamente en algunos eventos de naturaleza tributaria o vinculados con la función contralora. En los demás casos queda a discreción del juez el ordenar tal suspensión. Podemos preguntarnos entonces ¿porqué no habría de aplicarse el mismo criterio (obligatoriedad) para proteger los derechos humanos de la población venezolana? A título de ejemplo, la ley debería ordenar al juez que, mientras adopta su decisión final, suspenda los efectos de los actos administrativos cuando un tendido eléctrico pueda causar daños irreversibles a los derechos de los pueblos indios, o cuando la obligatoriedad de la instrucción premilitar implique daños irreparables en la formación de los adolescentes venezolanos.

La sensatez, o tal vez el instinto de supervivencia de la especie humana, nos indica que ante los daños irreparables a derechos e intereses difusos o colectivos, el deber de prudencia se impone en grado sumo para los poderes públicos. Es ilustradora la experiencia de los franceses quienes, ante los inciertos resultados de los experimentos genéticos sobre seres humanos y del consumo de alimentos genéticamente modificados, entre otros peligros, adoptaron la Ley Barnier (1995) estableciendo que «la ausencia de certeza no debe retardar la adopción de medidas efectivas y proporcionadas para prevenir los daños graves e irreversibles» (traducción libre). Los franceses prefieren pecar hoy por exceso, tras haber visto violados sus derechos humanos, en particular el derecho a la salud, con el affaire de la sangre contaminada y con el del amianto. Triste es reconocer que en el país de los derechos humanos, para miles de mujeres, hombres y niños, la Ley Barnier llegó demasiado tarde.

Calixto Ávila Rincón
Investigador
Provea

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