Recientemente el Presidente de la República habló de un 99% de posibilidades de echar mano a una de las medidas de excepción previstas en la Constitución: la emergencia. En el mismo sentido (pero utilizando un lenguaje que invita a la ilegalidad), un parlamentario de la alianza de Gobierno, Freddy Bernal, propuso otra medida de excepción, la suspensión de garantías, para «allanar las guaridas de los antisociales sin tener que recurrir a los trámites burocráticos», para «detener o eliminar» a las «ratas» (El Nacional, 10 de abril de 1999, página D-2). Dada la coyuntura, luce improbable que tales medidas sean aplicadas, en tanto que, por una parte, hubieran supuesto la no realización del referéndum de ayer (según señala la Ley) y por otra, la emergencia, al igual que la suspensión, tienen que ser sometidas a la consideración del Congreso, en donde la alianza gubernamental no tiene mayoría. Pero, en todo caso, la apelación discursiva y ligera a estas medidas, constituye una razón de preocupación y merece ser cuestionada.
Pese a que los estados de excepción pueden ser medidas legales y legítimas como últimos recursos para conjurar crisis graves que amenacen la convivencia nacional en el marco del estado de Derecho, no se puede «hacer abstracción de los abusos a que puede(n) dar lugar y a los que de hecho ha(n) dado en nuestro hemisferio» (Corte Interamericana de Derechos Humanos, OC-8/87, párrafo 14). En efecto, tanto en regímenes autoritarios como en otros formalmente democráticos, al amparo de los estados de excepción, se han cometido graves atropellos a la dignidad humana. Un ejemplo dramático de esta afirmación son los casos de cerca de medio millar de personas asesinadas en los días posteriores a la rebelión popular de febrero del 89. La mirada histórica obliga, pues, a no simpatizar con la aplicación de estas medidas, sin desconocer que existen situaciones muy extremas en las que, sin embargo, la excepción es una alternativa.
Para que una medida de excepción sea aplicada cumpliendo su real cometido de superar una crisis, garantizar la democracia y los derechos humanos, esa crisis debe tener una serie de condiciones, expresadas en lo que se conoce en el derecho internacional de los derechos humanos como el Principio de Necesidad. Este principio se encuentra presente en la Constitución, en los tratados internacionales de derechos humanos y en la jurisprudencia de instancias jurisdiccionales.
La Constitución autoriza a declarar la emergencia en casos de «conflicto interior o exterior» o cuando existan fundados motivos de que alguno de ellos ocurra, y la suspensión, en casos de «emergencia, de conmoción que pueda perturbar la paz de la República, o de graves circunstancias que afecten la vida económica y social». Lo que señalan los tratados internacionales y la interpretación que comúnmente se ha hecho de ellos es resumida por Leandro Despouy, relator de Naciones Unidas sobre Estados de Excepción, en las siguientes circunstancias: 1) Perturbaciones graves (actuales o inminentes) que pongan en peligro la vida de la población y la organización de la sociedad, «lo que invalida toda restricción adoptada con fines meramente oportunistas, especulativos o abstractos». 2) Situaciones en la que los poderes ordinarios del Estado resulten manifiestamente insuficientes para conjurar la crisis. 3) Sólo a fin de salvaguardar los derechos de las personas y las instituciones del estado de Derecho (Doc. ONU, E/CN.4/Sub.21997/19. Página 21). Si estas condiciones no se cumplen, el Ejecutivo no puede apelar a tal medida y el Congreso no puede avalarla.
La delincuencia no es una situación excepcional sino un fenómeno presente en toda sociedad. Pretender combatirla a través de la suspensión de garantías, sería, en tanto que combate perenne, transformar la excepción en regla. Por su parte, la crisis económica y social a la que alude el Presidente, ciertamente es de una gravedad importante y actual, sus efectos se extienden sobre la población, con posibilidades, aunque no inminentes, de insurrecciones populares que afecten la organización de la comunidad. No obstante, el Ejecutivo alega que parte de la crisis es la inefectividad del Congreso para dejar libre el campo a las soluciones. Alude, pues, a un conflicto entre Poderes Públicos. Sin embargo, voceros calificados del Ejecutivo han reivindicado como democrática la eventual confrontación entre los poderes y han señalado que hay que acostumbrarse a ella. Pues bien, en la misma medida en que poseen la razón cuando hacen esa afirmación no la poseen cuando plantean la necesidad de la emergencia. El Ejecutivo no puede apelar a la emergencia por tener conflictos en el Legislativo porque, también así, estaría transformando en regla la excepción.
Superar la crisis es un reclamo popular, pero para ello, hoy se impone utilizar los «poderes ordinarios del Estado». Gobernar respetando esas reglas del juego, puede ser más difícil para el gobernante, pero sin duda, es mejor para los gobernados.
Antonio J. González Plessmann
Coordinador del Área de Información
Provea