Los cuerpos de seguridad producen muertes arbitrarias de manera permanente. Según las denuncias conocidas por Provea, son 1356 entre octubre de 1990 y septiembre de 2000. Su número y permanencia demuestran que no se trata de excepciones sino de normalidades. Se trata menos de la acción desviada de algún funcionario con patologías, que de contextos institucionales y sociales que posibilitan que un funcionario «normal» asesine.
Esos hechos representan un fracaso de los cuerpos de seguridad, en la medida en que implican la negación de la vida en vez de su afirmación, tal cual mandan sus propias leyes constitutivas. Los cuerpos de seguridad están, pues, produciendo inseguridad, al pretender combatirla. Esas muertes ni siquiera sirven, como algunos pretenden a la sombra, para contrarrestar los delitos violentos que, como se sabe, han aumentado en la misma década. A la inseguridad que genera la delincuencia se agrega entonces la inseguridad que genera el Estado con la violación del derecho a la vida.
Dada la constancia con que ocurren estas muertes arbitrarias cuyas víctimas son fundamentalmente jóvenes de los sectores populares urbanos, cabe preguntarse ¿cuáles son las causas de este fracaso sostenido de los cuerpos de seguridad? Pero, quizá para responderlo mejor y para no emprender reformas de las que renazcan instituciones ya envejecidas, habría que hacerse algunas preguntas previas: ¿no estarán produciendo los cuerpos de seguridad algunos éxitos al fracasar? ¿qué logros se esconden tras los fracasos aparentes? ¿qué beneficios traen esas muertes al funcionario que las ejecuta, a las instituciones que las toleran y a los sectores sociales que las aplauden? Al responder, estaríamos en el camino de develar la racionalidad estratégica que subyace a esas muertes. Una racionalidad distinta a la que existe formalmente en los estatutos de los cuerpos de seguridad, pero que pareciera tener más fuerza que aquella. Hacerlo, sería la vía que Michel Foucault nos sugiere, desde su analítica del poder, para evitar que el pasado se siga repitiendo en el futuro. Cabe sugerírsela a la Asamblea Nacional, a la Fiscalía, al CTPJ y a la Defensoría, instituciones que se encuentran investigando la existencia o no de una política de exterminio y de las que esperamos resultados. Sugerírsela, también, a los cuerpos de seguridad y a las cabezas del Ejecutivo (nacional, estadal y municipal), que tienen el deber de repensarse y transformarse radicalmente en cuanto al uso de la violencia que el modelo político les ha dado a administrar.
Por esta vía, tal vez descubramos que un funcionario que tiene repetidos «enfrentamientos» en los que mueren supuestos delincuentes, acumula méritos y se labra un ascenso; tal vez se descubra que ante la dificultad de reducir los delitos violentos y ante la presión social y política para que eso ocurra, los cuerpos de seguridad construyen una imagen de efectiva firmeza cuando hacen pasar burdos asesinatos por «enfrentamientos exitosos»; tal vez se descubriría que junto a un Estado que asesina hay una sociedad que, por no encontrar justicia, avala la muerte de quienes considera un peligro; tal vez todo esto perpetúa la falsa creencia de que «delincuencia es igual a pobreza», asunto que según señalan los criminólogos críticos, sirve de coartada a la delincuencia de los poderosos. Tal vez esto y quizá mucho más implique un sentido, una direccionalidad en esas muertes. Un encadenamiento de beneficios personales, institucionales y sociales que son parte constitutiva de un modelo político y social que prescinde de la ley, dada su imposibilidad de garantizar un mínimo de justicia.
Romper con el pasado. No repetirlo. Esa es la promesa de la nueva hegemonía política y el deseo de múltiples sectores sociales. En cuanto al derecho a la vida, ello implica descubrir y sancionar a los asesinos, por supuesto, pero también a los poderes que hacen que esos asesinos existan. No se trata sólo de sacar a una «manzana podrida», hay que identificar el químico que causa su fermentación. Tal sería la única forma de evitar que nuevos funcionarios honestos terminen convirtiéndose en delincuentes por estrenar.
Antonio J. González Plessmann
Coordinador de Información del Área de Información
Provea