Si alguna asociación civil merece un firme y solidario reconocimiento colectivo en el estado Lara, ésa es, sin lugar a dudas, el Comité de Víctimas contra la Impunidad. Fundado hace cinco años, en Barquisimeto, acoge en su seno a un grupo de personas de la más diversa índole, gente con profesiones, rango social, ideologías y aficiones que no guardan ninguna relación. Nada los habría puesto juntos, y solidificado tanto, a no ser por los llamados, los nudos recónditos y el gemido mortal de un mismo dolor; los zarpazos irreparables de una desolación común: la de haber perdido, entre los arrebatos de la violencia, a un ser querido.

Significa tropezarse con la muerte y su sinrazón, con las náuseas de sus sangres expuestas, en la peor hora; y estrellarse más adelante contra las salientes de una roca fría y mil veces inconmovible: la impunidad. La oficina sorda, el funcionario ausente, la audiencia diferida eternamente, la instancia cuyos rótulos y libros anuncian administración de justicia, representación de la ley, pero (ay, qué pero tan siniestro e intratable) en el fondo apenas ocultan la intención de ahogar el esclarecimiento del crimen, adulterar la evidencia, imprimirle una lentitud pasmosa, umbría, a la imposición del castigo que citan códigos leídos en el idioma y en los requiebros del asesino.

Dura tarea la de tocar con los nudillos pelados las puertas de la justicia hasta traspasarla e implorar que la verdad sea despojada de los sucios mantos que la cubren. Si lo sabrá César Vizcaya, un símbolo, ya, del Comité. Pequeño, de contextura quebradiza, asumió como suyo el deber de encarar y batirse, valido de sus solitarias fuerzas, contra un denso y complejo entramado de complicidades, en el que suelen  confundirse jueces, fiscales, policías. Sentencias, pesquisas y armas, empecinadas en apuntarle en la sien, en los ojos de su temple. Los días con sus noches. Durante sueños poblados de pesadillas y  espantos, justo desde la fecha imborrable en que a un sobrino suyo, de 13 años, por una maldita confusión, lo vieron cuando era sacado a rastras de una cancha en la cual pateaba un balón de fútbol, en el barrio San Juan. Lo montaron a una patrulla, se enteró Vizcaya, primero, y luego, sin saber ahora cuántas horas pasaron, cuántos suspensos se tragó, enteros, amargos, le llegaría la noticia de que el cuerpo del muchacho había aparecido, lejos. Las señales eran las de una ejecución. Por una confusión. Todo por una de esas confusiones que no tienen vuelta atrás.

Y así, se le fueron uniendo, uno a uno, en el camino, los restos vacilantes, aún con vida, de muchas tragedias padecidas. Los padres que perdieron a sus hijos. Madres sometidas al trance de llenar, de repente, en hogares deshechos, el vacío sin aviso de sus parejas. Hijos que no entienden por qué otros padres, desde sus estrados, enfundados en sus togas y en su autoridad, no entienden nada de todo su tormento. Hace poco se habría de afiliar al Comité de Víctimas un ex diputado, Víctor Martínez, a quien le asesinaron, a tiros, a un hijo, Mijaíl, de 24 años, en el estacionamiento de su casa. Martínez, hasta hace poco en las filas del oficialismo, formuló serias denuncias de corrupción contra el Gobierno, y no dudó en hablar de sicariato con fines políticos. “Mi hijo no tenía enemigos, yo sí”, dijo.

También, Carlos Eduardo López, despojado de uno de sus bienes más preciados, Jacinto, un hijo de 23 años, periodista. Transcurridos un año y tres meses de su indecible desgracia, sigue con otra colgada del hombro: la de deambular, insomne, adherido a la impotencia de ver cómo las fiscalías asignadas “prácticamente abandonaron la investigación del hecho, dejando a las víctimas en el mayor desamparo, y viendo cómo merma con el paso del tiempo la posibilidad real de hacer justicia”.

Vuelcos increíbles que da la vida, en cierta ocasión hasta se acercó suplicante al Comité una ex jueza,  Mirla Quiñones, quien en principio habría de encontrar resistencia porque la señalaban de haber protegido a funcionarios acusados de delitos. Ahora le habían arrancado a un hijo suyo, Jacobo, de 15 años, un guardaparques nato. La tesis del enfrentamiento fue la muy cínica y viciosa versión policial, rechazada por la abogada, quien no vivió más sino para recopilar pruebas. Agotó hasta sangrar su pericia en la materia criminalística; hurgó, posesa quién sabe de qué tipo de impensado coraje, en los negros fondos del caso, e hizo aflorar pruebas que culpaban directamente a hombres de uniforme. Pero se tropezó con la roca imperturbable. Con la impunidad. La hostigaron tanto. Un día la introdujeron a la fuerza en una patrulla policial, lanzada como a un perro, por orden de la prefecta, y sindicada del insólito delito que encontraron a la mano: asesorar jurídicamente a unas familias interesadas en constituir una cooperativa de viviendas. Acabó con las piernas moreteadas, y le improvisaron cargos, pero no fueron esos padecimientos, así marginales, los que la adelgazaron, y minaron, y perturbaron, hasta llevarla a la muerte, al sobrevenirle un derrame cerebral.

Era la conciencia, ardiente, y profesional, de figurarse que jamás presenciaría el brillo de la justicia, la reivindicación de la memoria de su hijo. Incluso la tomografía que le practicaron a Jacobo, en el hospital central, había desaparecido. La asediaron con saña tan brutal, pero ella, por su propia voluntad, sintió sobre su rostro la brisa del triunfo cuando, dulcemente consagrada a la esperanza

de reunirse con su pequeño guardabosques del Bararida, decidió marcharse de este mundo. Murió por su decisión irrevocable de morir. Era el domingo 13 de mayo del año 2007. Era el día de las madres.

Con el pasar del tiempo, ¿acaso podrían precisar con certeza cuándo ocurrió?, el Comité de Víctimas contra la Impunidad se vio forzado por las circunstancias a dejar de limitarse a cicatrizar sus heridas propias. Ya no relamían sus integrantes sólo sus penas íntimas, sus tragedias personales, o familiares, para abrazar ahora causas aún más temibles y desprendidas.

Toda violación a los derechos humanos los convocaba y disponía. Así, en algún momento no se hizo más distinción entre el dolor propio, y el dolor ajeno. Prevalecían indicios ciertos, irrebatibles, de que la policía del estado Lara (reforzada por ex funcionarios) había devenido en un organismo puesto al servicio de intereses perversos, en desmedro de la protección ciudadana. Los tenebrosos reportes de ajusticiamientos policiales se volverían rutina (el Ministerio Público contabiliza 154 desde el 2000, con más de 300 víctimas). Surgían los escuadrones de la muerte, en un sombrío paréntesis en lo concerniente a la observancia de los derechos humanos, a la par de la convivencia adulterina de los

hombres de azul, con múltiples expresiones delictuales. La masacre de Los Pocitos es sólo la más emblemática, pero también están las de Río Claro, El Tostao, Loma de León, Chabasquén y La Cuchilla.

Especialmente la gestión del general (GN) Jesús Armando Rodríguez Figuera en la comandancia de la FAP-Lara se anotó una escalofriante marca. Un informe elaborado por el Consejo Legislativo, en noviembre de 2007,  presume la existencia de daño patrimonial, extravío de armas de reglamento, uso indebido de patrullas, entrega de vehículos con seriales adulterados, quema de material policial, contratos

para la prestación de servicios de mensajeros y de vigilancia a empresas privadas, granjas, y hasta a entes públicos. Se ordenó abrir una averiguación interna, que abarcaría a más de cien uniformados “con responsabilidad administrativa y penal”.

El propio ministro de Interior y Justicia, Tareck El Aissami, reconoció que 20 por ciento de los delitos son cometidos en el país por  funcionarios policiales. Asimismo la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, no ha tenido más remedio que advertir la gravedad de la situación. Unos 30.000 efectivos estarían incursos en diversas transgresiones a la ley que una vez juraron servir. Y dentro de las mismas filas de la policía surgen las posturas honestas y por tanto encomiables de los llamados “Héroes en Silencio”, quienes, desde las entrañas del monstruo aportan datos y testimonios invalorables, encaminados a descubrir la avanzada purulencia institucional, con el propósito de procurar su urgente depuración.

No obstante, la vasta red de complicidades amenaza a cada instante con boicotear toda posibilidad de saneamiento. Los miembros del Comité de Víctimas contra la Impunidad se han visto obligados a sortear intentos constantes de imputarlos judicialmente. En 2006 un juez autorizó una investigación contra ellos por parte de la Dirección de Delincuencia Organizada del Cicpc, por pedir ellos celeridad en la aclaración del crimen de Liliana Salas, después de tres años sin acto conclusivo. Es más, la medida de expulsión anunciada por el gobernador Henri Falcón está a punto de verse frustrada, pues los involucrados exploraron con relativo éxito todo un manual de atajos, para burlar la sanción. Algunos se han asegurado la prescripción de reposos psiquiátricos, razón por la cual sus expedientes fueron congelados.

Esto no les ha impedido promover la intervención de la Fuerza Armada Policial, valiéndose de la crisis política interna que, en el oficialismo, representó la renuncia al PSUV por parte de Falcón. Pretenden regresar por sus fueros. Los cuestionados en su ética serían unos 500 y la destitución de 51 de ellos no progresa, porque la Ley del Estatuto de la Función Policial, aprobada casualmente hace poco, despoja de esa atribución directa a los gobernadores. Comisarios jefes, inspectores, sargentos, cabos y agentes, estarían incursos en una vasta gama delictiva: homicidio, secuestro, extorsión, robo, omisión de  procedimientos, agresiones a civiles, complicidad en fuga de detenidos. Uno incluso aparece señalado en la muerte, por inducción al suicidio, de otra funcionaria, la joven agente Lenny Sánchez, acosada sexualmente según cartas que dejara escritas. Tenía apenas siete meses en la institución e integraba la primera promoción de profesionales universitarios en seguridad y orden público. Falcón declaró que en el curso de la investigación “algunos expedientes desaparecieron y otros apenas los dejaron en dos hojas”.

El 17 de marzo los conjurados asaltaron la sede de la comandancia, pintaron consignas, pidieron la destitución del gobernador, junto a gritos oportunistas de fidelidad a la revolución. De paso, con el atrevimiento de agenciarse una nueva fechoría, ya en público, dejaron por horas sin comunicación con la calle a la central policial, pese a lo que eso, evidentemente, significa. El cuadro no podría ser más revelador de una desviación generada por el más espantoso de los descalabros que un tejido social enfermo puede exhibir. Uno que, prevalido de autoridad, uniformes y armas de reglamento, con el uso de la fuerza, y en el nombre sagrado de la ley, siembra la muerte y entorpece el imperio de la justicia.

José Ángel Ocanto, Campana en el Desierto. El Impulso, 11.04.2010

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