Por Pablo Fernández

El enfrentamiento a las situaciones de inseguridad que afectan a la población venezolana implica, desde el punto de vista que se quiera ver, generar una base de consenso en las formas de abordarlas y en los principios que deben regir tales acciones, lo cual, lamentablemente, hoy por hoy parece no existir entre los diversos órganos competentes en esta materia.

Por un lado, desde amplios sectores del Gobierno Nacional se está apostando con firmeza a la transformación del obsoleto modelo policial venezolano, caracterizado como represivo, improvisado y violador sistemático de los derechos y las garantías constitucionales que debería defender (herencia de más de 200 años de historia de abandono de la institucionalidad policial).

Se avanza en la transformación asumiendo con criterio científico la profesionalización y adecuación del sistema de policía a estándares de actuación y de reconfiguración institucional, que permitan a Venezuela contar con una policía moderna, con capacidad de respuesta técnico-científica, profesionalizada y que recupere el reconocimiento social sobre la base de una ética manifestada en sus prácticas. A esto apunta claramente la consolidación del proyecto bandera que es la Policía Nacional Bolivariana, creada con la perspectiva que aportó la extinta Comisión Nacional para la Reforma Policial en 2006 y que se ha efectivizado en las decisiones emanadas del Consejo General de Policía, estandarizando la labor policial para todos los cuerpos del país, así como en la fundación de la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad.

Pero, por otra parte, sectores en el propio gobierno tienden a fortalecer la visión de la acción policial como un factor de choque permanente contra la población (con especial direccionalidad hacia los sectores populares), sobre la base de un falso efectismo en el «combate a la delincuencia» (más pensado en función de la repercusión mediática que otra cosa) y apoyados en la ausencia total de códigos éticos y legales que sustenten tal manera de proceder, reivindicando las estrategias represivas al mejor estilo «disparen primero y pregunten después» o «plomo al hampa», que finalmente termina siendo más de lo mismo.

Así, por ejemplo, ocurre con los ahora llamados «madrugonazos» contra el hampa que impulsa el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), práctica nada novedosa y que sin la debida supervisión de los demás órganos del Poder Público responsables en esta materia (léase Fiscalía General de la República y Tribunales), pueden ir camino a la legitimación de facto de las «redadas» y los allanamientos ilegales, con los resultados dolorosos ya conocidos. Lo mismo aplica para la tortura, convertida en Venezuela en una forma habitual de proceder en la investigación criminal, y que evidencia la pobre preparación y la mentalidad que orienta en muchos casos a quienes tienen la tarea de canalizar el proceso de investigación en apoyo al Ministerio Público.

Es hora de crear una política de seguridad ciudadana seria, coherente y consistente, con premisas claras, acatada por todos los órganos del Poder Público y sin doble rasero moral de sus ejecutores. Tiempo no nos sobra.

14,02,11 El Universal

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