En la reciente presentación de su 23er. Informe Anual sobre la Situación de los Derechos Humanos, Provea alertaba acerca de los retrocesos registrados en el derecho a la participación. Además del paquete de leyes aprobadas en diciembre de 2010, que condicionan la incorporación de la ciudadanía a las políticas públicas a figuras no presentes en la Constitución, los propios informes de gestión oficiales, como la Memoria del Ministerio de Comunas, ratifican que la participación se encuentra subordinada a la construcción del proyecto nebuloso denominado como “Socialismo del Siglo XXI”.

Estos cuestionamientos han sido validados por un reciente artículo de análisis publicado por el sociólogo venezolano Edgardo Lander en el sitio web Centro Tricontinental (www.cetri.be), con el título El movimiento popular venezolano. Hay que recordar que este científico social ha acompañado al proceso bolivariano durante su trayectoria, por lo que, a diferencia de las argumentaciones que construimos desde sectores sociales no estatizados, difícilmente se podrían ignorar sus razones calificándolas como “imperialistas”.

Lander comienza su texto identificando la cultura organizacional histórica del país: “En Venezuela la mayor parte de las organizaciones sociales y populares se han caracterizado históricamente por sus limitados niveles de autonomía en relación con los partidos políticos y al Estado”.

A su juicio: “Esto ha sido consecuencia del modelo político institucional y cultural de una sociedad rentista, en la cual la mayor parte de la actividad política ha girado en torno a las pugnas por el reparto del ingreso petrolero en manos del Estado central”. Sin embargo, esta cultura lejos de transformarse por un gobierno calificado como “revolucionario” se ha profundizado, advierte el experto.

Si bien se reconoce el éxito en la promoción de la participación ciudadana y el discurso de inclusión de los sectores más desfavorecidos, que ha alcanzado importantes niveles de aceptación, el sociólogo advierte que esta energía movimientista ha sido acotada, por un lado, por la ampliación de las dinámicas organizativas de base y, por el otro, los intentos de controlar verticalmente estas organizaciones y a someterlas a las exigencias definidas desde el gobierno.

“A la tradición estatista y centralista de la cultura de la Venezuela rentista, se han sumado nociones leninistas de la relación entre organizaciones políticas y organizaciones sociales”, agrega, no sin dejar de resaltar que “estas tendencias verticales se acentúan a partir del momento en que se define que la meta de la Revolución Bolivariana es la construcción del Socialismo del Siglo XXI”.

El movimiento bolivariano de base vivió sus momentos de mayor participación cualitativa y cuantitativa entre 2002-2004, cuando las diferentes amenazas (golpe de Estado, paro petrolero, referéndum) lograron aumentar la cohesión de un universo de iniciativas populares identificadas con el proyecto del presidente Chávez.

Esta efervescencia -como apunta el propio Lander- ha mermado significativamente en los últimos tiempos debido -entre otras causas- por “un creciente malestar en relación con la inseguridad y la ineficacia y corrupción en la gestión pública”.

Entre los diferentes malestares en la participación popular catalogados para la audiencia extranjera, Lander identifica la falta de renovación de los liderazgos, la poca transformación de la racionalidad de los actores sociales, la estatización de la vida cotidiana y el asfixiante peso de la burocracia gubernamental en el campo popular.

Sobre esto último se señala que “el burocratismo encontró en la transición del ‘rentismo capitalista’ al ‘socialismo rentístico’, el ambiente propicio para desarrollarse en plenitud”; “se busca domesticar cualquier intento no controlado de organización social”.

Además, se incorpora la ausencia de una real confrontación de ideas y el funcionamiento de una gigantesca maquinaria estatal de propaganda amplificada por los medios públicos de comunicación “negándose a hacerse eco de los debates críticos y de los problemas de la gente”.

Citando a otros y otras Lander visibiliza una sui géneris imposición de un pensamiento único: “Chantajismo es una forma de generarnos dependencia. ¿Qué espacios tenemos para hacer las observaciones al proceso revolucionario sin que seamos vistos como contrarrevolucionarios?”. Este monólogo estatal, por otra parte, ha desviado la atención de problemas estructurales y de fondo: “modelo de desarrollo, a la crítica al Estado rentista, a las implicaciones de la acentuación de la dependencia perversa (social, política, cultural y ambiental) de la explotación del petróleo”.

Es de agradecer que Lander aclare en su texto que el campo no estatal trasciende a los partidos políticos opositores, reconociendo la existencia de un amplio tejido social de base que, a nuestro juicio, también posee -al igual que los sectores oficialistas de base- potencialidad transformadora.

Si las próximas miradas de la intelectualidad trascienden el maniqueísmo polarizador, desarrollando otras perspectivas -como por ejemplo la que hacemos desde las organizaciones de derechos humanos entre víctimas y violadores de derechos humanos-, se podrían comenzar a recomponer la autonomía beligerante de las organizaciones sociales, avanzando con ello en el derecho a la participación.

 

19.12.11 Correo del Caroni.

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