A mediados de noviembre, la ciudad de Managua (Nicaragua) fue sede de un interesante encuentro entre representantes de cuerpos policiales y organizaciones no gubernamentales de 14 países de la región, integrantes de la Red Latinoamericana de Policías y Sociedad Civil. Esta organización, creada hace tres años, se define como un espacio de interacción e intercambio sin jerarquía de conocimientos o prácticas, que permite a funcionarios policiales y a activistas compartir experiencias y debatir en temas que apuntan a incidir en las reformas policiales del continente.
El encuentro versó sobre la relación policía-juventud. La juventud, período definido por las Naciones Unidas como el estadio entre los 15 y 24 años de edad, representa una etapa de profundas transformaciones personales que no siempre se dan en un marco adecuado de orientación y garantía de condiciones óptimas para el desarrollo por parte de la familia, la sociedad y los órganos garantes de derechos. Entre ellos, las policías son instituciones que tienden a ostentar una actitud discriminatoria, hostil y hasta represiva hacia este estrato social. Particularmente, la criminalización de los jóvenes que viven en sectores populares, sin acceso a servicios básicos, educación o mercado laboral, marca una pauta en esa relación policía-juventud, evidenciándose la dimensión más trágica de esta tensión en el porcentaje de jóvenes que mueren a manos de cuerpos policiales producto de la búsqueda de soluciones represivas antes que preventivas.
En muchos países de América Latina, desde hace décadas la violencia juvenil organizada es considerada uno de los más graves problemas de seguridad pública, no siendo nuestro país excepción de ello. Fenómenos como las maras centroamericanas, las pandillas, «faccoes» de Brasil o bandas en Venezuela (con sus características propias de cada contexto y sus elementos comunes) generan una presión social exigiendo protección que, sumada a las necesidades electorales de los gobernantes y las tradiciones militares de las policías de la región, llevan a la aplicación de políticas de «mano dura» con la consiguiente tasa de mortandad juvenil.
Las academias policiales no brindan una capacitación específica para enfrentar este problema, restringiéndose a una mera información sobre el marco legal que protege a esta población específica, pero dejando por fuera las dimensiones criminológicas y psicológicas y las técnicas de abordaje adecuadas a aplicar. Sin embargo, cada vez más existe la convicción en gobiernos, organizaciones sociales y policías sobre la necesidad de realizar un trabajo de prevención para reducir los índices de violencia entre jóvenes en el continente. Hay ejemplos exitosos en Nicaragua, Perú, El Salvador, entre otros, que evidencian la posibilidad de la desagregación de las bandas juveniles para reinsertar a sus integrantes positivamente en la dinámica social, pero siempre desde una política integral que contempla temas de educación, bienestar, trabajo, vivienda y afines. Este es un tema clave que debe marcar líneas de acción en las políticas venezolanas de seguridad ciudadana.
Por: Pablo Fernàndez Blanco
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