Cuando estudiaba en el liceo era frecuente leer en las calles de Caracas pintas como estas: “Mata a un colombiano y vive un día Pepsi” o “Gracias Armero por mater tanta mierda junta” (en macabra alusión a la trágica erupción del volcán de Armero). El sentimiento anticolombiano estaba a la orden del día; era frecuente en los chistes, el bulling y otras formas de violencia simbólica así como formas de violencia física e institucional (como las redadas policiales para detener “indocumentados”, por ejemplo). Con la llegada de socialismo del siglo XXI en la última década, pensé que el sentimiento xenófobo anticolombiano era algo relativamente superado o al menos difícil de profesar y defender abiertamente en el espacio público. Ahora, no salgo de mi asombro cuando veo que es promovido y alentado por miembros del propio gobierno, que es reproducido por militantes de izquierda y practicado por compañerxs con formación política o que hacen trabajo comunitario.
¿En qué momento el pueblo colombiano dejó de parecernos un pueblo hermano (objeto de políticas represivas excluyentes en su país) para ser un pueblo de maleantes y paramilitares, un enemigo externo que vive entre nosotros, al que hay que vigilar y denunciar? ¿Cuándo los inmigrantes colombianos residentes en el país dejaron de ser merecedores de una vida digna con sus derechos cubiertos (como el derecho a tener identificación y así poder votar en las elecciones por nuestro proyecto) para a ser un contingente de “paracos” y “bachaqueros” que en el mejor de los casos debe ser deportado? ¿Cuántos chivos expiatorios se necesitan para intentar tapar los fracasos u omisiones de nuestras políticas públicas? ¿Cuál es el límite ético de la instrumentación política de nuestros problemas con fines electorales?
Seguramente alguien saldrá en defensa del discurso xenófobo poniendo ejemplos de un caso (o muchos casos) de personas de nacionalidad colombiana que practican el “bachaqueo” (como tantos otros venezolanos, de cualquier bando político) o que incurre en alguna práctica “delictiva” o no legal. Semejante “argumento” no requiere demasiado análisis. Basta con evidenciar su semejanza con el núcleo argumentativo del discurso racista, xenófobo y colonial enarbolado por los gobiernos y la derecha europea en contra de los inmigrantes africanos, asiáticos y latinoamericanos. Cualquier defensor del discurso europeo anti-inmigrantes también dirá que los africanos, los moros y los sudacas en su mayoría “son ladrones”, les “quitan el trabajo”, se “llevan su riqueza”, etc. Sin embargo, es difícil imaginar que este discurso sea defendido (al menos de manera abierta) por miembros de grupos de izquierda o de ideologías anti-sistema en otras partes del mundo.
¿En qué momento la xenofobia pasó a ser parte del imaginario bolivariano? ¿Cómo es que podemos hacer compatible el discurso de la democracia protagónica, de la justicia social y de la integración de los pueblos con la más abierta xenofobia y el chauvinismo más ramplón?¿Cuántos pasos hay de este discurso violento, a las amenazas, la agresión o el linchamiento de un vendedor ambulante, de una vecina o de un compañero de escuela? Parece que la crisis que atraviesa el país está alimentando los sentimientos más bajos y peligrosos. Y que la “madurez política” de la que nos jactamos durante todos estos años se fue al traste de un día para otro.